domingo, 27 de diciembre de 2009

El día 24 de diciembre de 1802, amaneció fresco y despejado.
El cielo preñado de un hermoso azul primaveral, dejaba asomar alguna que otra nube, que más bien parecían mechones finos de algodón dibujados en un manto de cristal.
La negra Juana y toda la servidumbre se levantaron con el alba para empezar con las labores de la cocina.
Semanas atrás el negro Encarnación colocó en varias garrafas de barro, las cuales enterró, una fruta gustosa y colorada que le decían caimito, que fermentó a los días por el calor y la humedad emanados de la tierra. Luego unió esta mezcla con guarapo de caña, evaporándose las sustancias indeseables y quedando en el fondo de los recipientes un licor fuerte y amargo que bautizó: el por si acaso.
De Caracas llegaron infinidad de regalos, para que fueran repartidos entre las familias que trabajaban en la hacienda.
Cuando despuntó el sol como luz de lanza en la montaña, María Teresa y Simón buscaban desesperados los misterios de la vida placentera en su rincón de amor.
Se proferían hermosas y excitantes palabras, y enrojecidos por el súbito placer mañanero, seguían acariciándose para sentir los deliciosos goces de la carne.
De pronto el fuego ardiente de la pasión los abatió, llegando iguales al divino éxtasis de emoción.
Esa mañana Simón y María Teresa tomaron un desayuno ligero.
Cuando terminaron, María Teresa se fue a la sala para dejar arreglado los adornos de flores y bambalinas que había elaborado el día anterior, con la ayuda de las niñas.

Simón Bolívar dedicó parte de la mañana a seleccionar los regalos que iban a obsequiar en la noche.
Después del almuerzo Simón y María Teresa se fueron a descansar.
En la tarde cuando despertaron encaminaron los pasos a la bañera, donde disfrutaron del agua fresca y perfumada que había preparado la negra Tomasa.
Simón escogió un traje azul marino y una camisa de seda; seleccionó unas lustrosas botas de cuero y un llamativo pantalón.
María Teresa prefirió un traje de gasa con brocados hermosos de fina confección.
Reluciría en su cuello una media luna de oro con resplandecientes gemas de tenue color, y en sus orejas brillarían pendientes de esmeralda y rubí.
El comedor principal ya estaba arreglado, y se sentía en el ambiente un agradable olor a geranio y a madera recién pulida.
Por toda la casa había delicados y llamativos adornos navideños, que le daban un toque de ensoñación al lugar.
Los corredores fueron arreglados con flores de múltiples colores y las mesas que estaban en los rincones, las arreglaron con manteles, candelabros, velas y pequeñas estrellas con delicados destellos.
En los patios adyacentes a la casona colocaron largas mesas, para que los trabajadores de la hacienda disfrutaran la navidad.
Cuando Simón y María Teresa bajaron de sus aposentos, fueron aplaudidos y ovacionados por los invitados y las personas que laboraban allí.
En el salón principal se encontraban los músicos, quienes probaban y afinaban sus instrumentos, escuchándose desorganizadas notas que emocionaban a todos.
Cuando el joven matrimonio entró en el salón, de inmediato fueron obsequiados con las notas musicales de un maravilloso vals venezolano.
Simón Bolívar y María Teresa al escuchar esta alegre melodía, comenzaron a danzar con euforia y alegría. Bailaban felices, momento de satisfacción para los que allí se encontraban. Luego todos bailaron un joropo llanero y cuando terminaron, realizaron un brindis con champagne para dar inicio a la noche navideña.
Al rato compartían en estrecha camaradería.
Las damas charlaban con María Teresa sobre modas, peinados y perfumes llegados de París.
Los jóvenes hablaban con Simón de negocios, comercio y explotación agrícola, como la mayor atracción financiera ha realizar.
Los sirvientes se desvivían en atenciones trayendo refrescos, licores, chicha y el por si acaso, aguardiente de misteriosa receta del negro Encarnación.
Las indias repartían turrones, mazapanes, alfeñiques, alfondoques, melcochas y caramelos de coco.
En las mesas había golosinas dulces y saladas con gustosos aderezos. Natillas, batidillas y espumillas para combinar con ponqués, temblorosas, melindres y majaretes, colocaba con cuidado en la mesa una de las hijas de la negra Juana. Quesos, pastelitos, salchichas, chicharrones y huevos de palomillas silvestres salteados con natillas de diferente sabor y color, fueron la admiración de los invitados cuando los probaron.
Cuando el reloj del pasillo estaba cerca de la media noche, empezaron a servir la mesa para disfrutar la tradicional cena de la navidad.
Después que degustaron la exquisita comida preparada por María Teresa y la negra Juana, Simón Bolívar alzó la copa brindando por su esposa, y luego por todos sus amigos que vinieron a festejar la navidad. Hizo extensivo el brindis a todos los trabajadores de la hacienda y rápidamente llamó al negro Jacinto y a sus ayudantes, para que trajeran los presentes que iban a repartir.
Todos esperaban impacientes y llenos de curiosidad, y en cuestión de minutos aparecieron en el comedor principal el negro Jacinto, y varios sirvientes trayendo cada uno un baúl.
Por la ventana del comedor aparecieron los niños, quienes con expresiones de alegría miraban sonrientes a sus amos, esperando que los llamaran para recibir el regalo navideño, y ellos fueron los primeros en recibirlos con expresiones de emoción y sonrisas de satisfacción.
Pelotas, caballos, muñecos, bailarinas, payasos y tambores, colmaron el suelo del corredor al compás de suaves melodías, alegrando a los chiquillos que iban y venían jugando alegres con sus respectivos presentes.
Simón, María Teresa y los invitados, contemplaron emocionados esta bella escena en el zaguán del comedor.
Luego llamaron a los padres de los niños, quienes salían con cara de alegría mostrando telas, garrafas de vino, botas de cuero y machetes de recia elaboración.
A las mujeres les regalaron hermosos vestidos y zapatillas de charol.
Simón Bolívar abrió otro baúl, obsequiando a sus amigos vinos, quesos y botellas de champagne. Los músicos también recibieron presentes, que devolvían complacidos tocando hermosas melodías.
Simón le regaló a su esposa una exótica sortija de oro, labrada en el medio con un discreto corazón; luego le colocó en su cuello un collar con hermosas incrustaciones de oro y plata.
María Teresa le regaló a Simón un llamativo frac con sobretodo y esclavina, y una camisa de seda con pendientes de oro y rubí.
La fiesta duró hasta altas horas de la madrugada, compartiendo alegres conversaciones y hasta chistes, picantes unos, terroríficos otros, pero siempre con la amena destreza de quien los narraba.
Amaneciendo sólo quedaron en la sala principal Simón, María Teresa y dos o tres amigos, pues la mayoría decidieron ir a descansar. Los músicos seguían tocando.
Cuando los primeros rayos del sol empezaron a verse por la ventana, todos estaban descansando y así finalizó la navidad aquel 25 de diciembre de 1802.

sábado, 28 de noviembre de 2009

El canto embrujador

De pronto escucharon en el ambiente un canto embrujador, que comenzó con un fino estribillo que hablaba de los coquetos ojos de las morenas, mientras se escuchaba el suave rasgueado de las guitarras y el estridente sonido de mandolinas y bandurrias acompañando la canción.
La algarabía de la gente se hizo sentir con aplausos y chiflidos, emocionando a los músicos, quienes alegres hicieron hablar de nuevo sus instrumentos, produciendo hermosas notas musicales que acompañaban el suave eco de las castañuelas.
¡Noche placentera llena de emoción! Surgía a cada instante.
Las coquetas miradas de las voluptuosas bailarinas produjo desbocada palpitación en el pecho de muchos, quienes emocionados regalaban un beso que quedaba atrapado en algún corazón.
Bolívar suspiró al ver las damas rondándole su entorno. Sintió el encanto femenino, sobre todo el de una muy particular, que coqueteaba con él, como los hermosos resplandores de la luna de esa noche.
La canción que esta morena cantaba llena de salerosas palabras de incitación al amor, hizo feliz al joven, quien totalmente desinhibido empezó a guiñar sus ojos con discretas señas de emoción.
La danza de la pasión continuó en un apartado jardín de la tasca, y de allí volaron como coquetas mariposas buscando el ansiado y caluroso nido de amor.
Cuando llegaron al lugar, Magdalena, como así se llamaba la morena, se ausentó de la habitación y al rato apareció con una botella de vino y copas de cristal.
Simón Bolívar la miraba desde el rincón donde estaba.
Magdalena Rodríguez era hermosa y mucho mayor que Bolívar, quizá doblándole la edad, sin embargo su piel todavía tenía la suavidad y el encanto de atraer a los hombres.
Simón nunca se imaginó que todo fuese así de rápido.
Los pícaros sucesos con algunas mulatas en la hacienda de San Mateo en Venezuela. Los fogosos encuentros pasionales en Caracas con jovencitas de su edad y la españolita que amó en México, no podían compararse con esta atractiva mujer que lo iba llevando poco a poco por la fascinante y ardiente corriente de la pasión.
Aquellas jóvenes poseídas en otro tiempo fueron pasajeras y más que todo para su propia satisfacción.
Bolívar veía a Magdalena subiéndose lentamente el dobladillo de sus enaguas y luego vio sus medias cuando se las quitó, que empezaron a deslizarse por el suave contorno de sus hermosas piernas. Era un gesto coqueto de sensualidad que ella lo sabía hacer muy bien, incitando a la vez la voluptuosa acción y enloqueciendo al joven.
Ninguna mujer lo había hecho disfrutar así. Magdalena sí lo hizo y le enseñó cómo sentir las pasiones de la carne y los ansiosos deleites de la satisfacción, y en aquel estío peninsular, Bolívar no perdió ni un instante para ir a solazarse en los brazos de la morena.
Sentía felicidad cuando ella empezaba a jugar al amor.
Aquellos gratos y placenteros momentos y el consentimiento a que era sometido como hiedra naciendo y como divina savia trepadora, dejaron los estigmas más inolvidables en el corazón de Bolívar.
Convertido en hombre dejó atrás los anhelos desbocados de muchacho; la rápida sofocación y el embarazoso impulso de hacer una mujer suya para su propia satisfacción.
Magdalena Rodríguez fue un divino ramillete de rosas, impregnado de delicados perfumes en la vida de Bolívar.
Aquel muchacho ruboroso y algunas veces colérico, comprendió la lección de Magdalena que le dijo la última noche que pasaron juntos: -Os pertenecí y me pertenecisteis, pero tengo que marcharme de Madrid. Os ruego no me preguntéis por qué.
Fue la última noche que Bolívar vio a Magdalena y la última que llamaron al amor, que fue abrumadoramente pletórica de besos y de desbocada pasión.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Pasiones Secretas de Simón Bolívar.

Pasiones Secretas de Simón Bolívar.
Capítulo XV. Juntos de Nuevo.
Extracto de un encuentro pasional entre el general Bolívar y Manuela Sáenz.

Manuela embelezada por la emoción de estar juntos, olvido por completo preguntarle a su amor sobre lo nefasto que había visto cuando entró a Bogotá.
Donde se encontraron los amantes, sólo golosinas de amor salían de sus desbocados y sedientos corazones, como palomas inocentes cuando irrumpen a volar.
Presos entre las llamas de la satisfacción, encendían con ímpetu desenfrenado sus sueños, que llegaron candentes y apresurados, sedientos de amor.
Armonía perfumada de placer aparecían sutilmente por sus desnudos cuerpos, estremeciéndolos en cálidos y vibrantes gozos de risa y alegría, tan cálidos, como el firmamento del desierto al mediodía.
Bolívar embriagaba a Manuela con sus besos, encadenando con avidez ese loco amor, y ella aumentaba esa embriaguez acariciándolo abruptamente.
Perdidos en electrizantes vahídos, gimieron su final con divinos afectos de satisfacción, pero la noche siguió transcurriendo entre una marejada de besos, caricias y abrumadores destellos de emoción.