sábado, 28 de noviembre de 2009

El canto embrujador

De pronto escucharon en el ambiente un canto embrujador, que comenzó con un fino estribillo que hablaba de los coquetos ojos de las morenas, mientras se escuchaba el suave rasgueado de las guitarras y el estridente sonido de mandolinas y bandurrias acompañando la canción.
La algarabía de la gente se hizo sentir con aplausos y chiflidos, emocionando a los músicos, quienes alegres hicieron hablar de nuevo sus instrumentos, produciendo hermosas notas musicales que acompañaban el suave eco de las castañuelas.
¡Noche placentera llena de emoción! Surgía a cada instante.
Las coquetas miradas de las voluptuosas bailarinas produjo desbocada palpitación en el pecho de muchos, quienes emocionados regalaban un beso que quedaba atrapado en algún corazón.
Bolívar suspiró al ver las damas rondándole su entorno. Sintió el encanto femenino, sobre todo el de una muy particular, que coqueteaba con él, como los hermosos resplandores de la luna de esa noche.
La canción que esta morena cantaba llena de salerosas palabras de incitación al amor, hizo feliz al joven, quien totalmente desinhibido empezó a guiñar sus ojos con discretas señas de emoción.
La danza de la pasión continuó en un apartado jardín de la tasca, y de allí volaron como coquetas mariposas buscando el ansiado y caluroso nido de amor.
Cuando llegaron al lugar, Magdalena, como así se llamaba la morena, se ausentó de la habitación y al rato apareció con una botella de vino y copas de cristal.
Simón Bolívar la miraba desde el rincón donde estaba.
Magdalena Rodríguez era hermosa y mucho mayor que Bolívar, quizá doblándole la edad, sin embargo su piel todavía tenía la suavidad y el encanto de atraer a los hombres.
Simón nunca se imaginó que todo fuese así de rápido.
Los pícaros sucesos con algunas mulatas en la hacienda de San Mateo en Venezuela. Los fogosos encuentros pasionales en Caracas con jovencitas de su edad y la españolita que amó en México, no podían compararse con esta atractiva mujer que lo iba llevando poco a poco por la fascinante y ardiente corriente de la pasión.
Aquellas jóvenes poseídas en otro tiempo fueron pasajeras y más que todo para su propia satisfacción.
Bolívar veía a Magdalena subiéndose lentamente el dobladillo de sus enaguas y luego vio sus medias cuando se las quitó, que empezaron a deslizarse por el suave contorno de sus hermosas piernas. Era un gesto coqueto de sensualidad que ella lo sabía hacer muy bien, incitando a la vez la voluptuosa acción y enloqueciendo al joven.
Ninguna mujer lo había hecho disfrutar así. Magdalena sí lo hizo y le enseñó cómo sentir las pasiones de la carne y los ansiosos deleites de la satisfacción, y en aquel estío peninsular, Bolívar no perdió ni un instante para ir a solazarse en los brazos de la morena.
Sentía felicidad cuando ella empezaba a jugar al amor.
Aquellos gratos y placenteros momentos y el consentimiento a que era sometido como hiedra naciendo y como divina savia trepadora, dejaron los estigmas más inolvidables en el corazón de Bolívar.
Convertido en hombre dejó atrás los anhelos desbocados de muchacho; la rápida sofocación y el embarazoso impulso de hacer una mujer suya para su propia satisfacción.
Magdalena Rodríguez fue un divino ramillete de rosas, impregnado de delicados perfumes en la vida de Bolívar.
Aquel muchacho ruboroso y algunas veces colérico, comprendió la lección de Magdalena que le dijo la última noche que pasaron juntos: -Os pertenecí y me pertenecisteis, pero tengo que marcharme de Madrid. Os ruego no me preguntéis por qué.
Fue la última noche que Bolívar vio a Magdalena y la última que llamaron al amor, que fue abrumadoramente pletórica de besos y de desbocada pasión.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Pasiones Secretas de Simón Bolívar.

Pasiones Secretas de Simón Bolívar.
Capítulo XV. Juntos de Nuevo.
Extracto de un encuentro pasional entre el general Bolívar y Manuela Sáenz.

Manuela embelezada por la emoción de estar juntos, olvido por completo preguntarle a su amor sobre lo nefasto que había visto cuando entró a Bogotá.
Donde se encontraron los amantes, sólo golosinas de amor salían de sus desbocados y sedientos corazones, como palomas inocentes cuando irrumpen a volar.
Presos entre las llamas de la satisfacción, encendían con ímpetu desenfrenado sus sueños, que llegaron candentes y apresurados, sedientos de amor.
Armonía perfumada de placer aparecían sutilmente por sus desnudos cuerpos, estremeciéndolos en cálidos y vibrantes gozos de risa y alegría, tan cálidos, como el firmamento del desierto al mediodía.
Bolívar embriagaba a Manuela con sus besos, encadenando con avidez ese loco amor, y ella aumentaba esa embriaguez acariciándolo abruptamente.
Perdidos en electrizantes vahídos, gimieron su final con divinos afectos de satisfacción, pero la noche siguió transcurriendo entre una marejada de besos, caricias y abrumadores destellos de emoción.