sábado, 5 de febrero de 2011

Continuación

-¡La política! Menos mal que oportunamente la abandoné y pude trabajar los últimos años con mi padre, captando de él esos valores morales y espirituales que en el mundo político son difíciles que entren al corazón y a los recónditos más profundos de la conciencia humana.
De pronto los pensamientos de Benigno María se ausentaron de su mente, cuando un sorpresivo rayo seguido por un continuo trueno, hicieron tambalear las lámparas de su cuarto y el entablado de madera del piso, de donde salieron apresuradas infinidad de polillas, chiripas y arañas.
Los grillos también aparecieron desconcertados saltando con rapidez y luego los bachacos y las hormigas, y al rato empezó ha moverse la casa, mientras todos gritaban angustiados que estaba temblando.
La tía Socorro gritó que se fueran al solar, y llevando entre los brazos un cuadro de Jesús y los escapularios de la Virgen de los Santos Remedios, balbuceaba temblorosa oraciones y pedimentos a los ángeles del cielo, para que la tierra dejara de rugir, y todos arrodillados hicieron lo mismo, hasta que cesó aquel brusco movimiento y un silencio total acompañado con olor a tierra, se adueñaron del lugar, como una nube misteriosa.
Amanecieron en el solar cerca de los árboles; se protegieron con mantas de lana y encendieron leños, chamizos y hojas secas para mitigar el frío que hacía esas primeras horas de la mañana.
Cuando salió el sol se fueron a la casa atraídos por el aroma del café, los filetes de lechón y los bollos de maíz. Todo esto lo había hecho y servido la Nana, como ellos llamaban a la criada, mujer trabajadora de profundos sentimientos de amor, que los quería como si fuesen sus hijos.
Cuando terminaron de desayunar, se trasladaron hasta el patio, y la tía Socorro sacando del bolsillo de su camisón un rosario y los escapularios de Jesús Redentor, inició sus acostumbradas plegarias rogando de nuevo para que el alma de don Remigio entrara a los reinos de los cielos.
Los sollozos llegaron de nuevo, y un ambiente de tristeza volvió a rondar los corazones de los Hernández, sobre todo el de Benigno María, quien fue el que acompañó a su padre los últimos años de la vida después que su mamá murió.
Recordó de nuevo cuando decidió retirarse de la política y retornó a su hogar, trabajando con su padre que tenía un modesto rebaño de vacas, cuyo preciado producto lo convertían en queso, cuajada y mantequilla, que vendían todas las semanas en el mercado de Valera.
La hermana de Benigno que enviudó a muy temprana edad, y que vivía en un convento en Trujillo, repetía el santo rosario para que su padre entrara al Reino de Dios.
José Gregorio el otro hermano de Benigno, con las manos entrelazadas y los ojos cerrados, seguía las plegarias que su hermana musitaba con profundo dolor en su alma y corazón.
María de Jesús, la monjita consentida como la llamaba don Remigio, no había podido asistir a las exequias de su padre, por encontrarse en el retirado convento de las Clarisas en Mérida. Cuando supo la noticia, era demasiado tarde.
María Luisa, otra de las hermanas Hernández, estaba en la sala mirando con detenimiento un llamativo óleo, donde aparecía su mamá Lorenza Ana entregándole un lirio a don Remigio en el patio de la casa el día que se casaron.
Cuando llegó la media mañana con su acostumbrada primavera de color, los Hernández se trasladaron hasta el cementerio llevando claveles, azucenas, rosas y lirios rojos, que tanto les gustaba a sus progenitores, y en profunda meditación cada uno de ellos elevó una plegaria al cielo, por el eterno descanso de quienes fueron en este plano terrenal, sus amados, fieles e inolvidables padres.
Cuando la tarde abrió la puerta para que la noche entrara y debutara con su manto de luceros y estrellas, los Hernández más sosegados asistieron a la iglesia, donde el cura del pueblo ofició una santa misa por el eterno descanso de don Remigio Hernández; aprovechó la ocasión para pedir al Todo Poderoso la bendición y protección para todos, y que no moviera más la tierra.
Algunos de los que asistieron a la santa misa, se miraron sorprendidos, por esta ocurrencia del cura sobre el movimiento de la tierra.
Los días siguientes volaron como el viento, y después de la última novena, Benigno les comunicó a sus hermanos que el licenciado Febres Cordero, lejano primo de su padre y encargado de ordenar los libros contables de las actividades comerciales, le había notificado que necesitaba reunirse con el resto de la familia, para ponerlos al tanto de los negocios y propiedades que don Remigio había dejado.
La tarde que se reunieron en la oficina del licenciado, los Hernández se enteraron de todos los bienes que heredarían.
La casa paterna donde nacieron y crecieron la iban a dejar al cuidado de la criada y del hermano mayor de ella, que trabajaba como jardinero y conductor de los coches de la familia, al igual que la hija de una hermana de la Nana, que desde muy temprana edad la llevaron a ese hogar, donde la gente comentaba que en la casa de los Hernández se respiraba un aire de religiosidad como en ningún otro hogar de Boconó.
Las dos casas de Valera decidieron venderlas al mejor postor. Todos firmaron los documentos autorizando pleno poder al abogado.
Cuando los Hernández se trasladaron hasta la casa paterna, la Nana les tenía de sorpresa una cena, y de postre, los inolvidables y exquisitos buñuelos de yuca bañados en miel de papelón con queso.
Esa fue la última vez que cenaron en la casa que los vio nacer, pues al otro día temprano en la mañana, cada uno se dirigió a sus respectivos hogares prometiendo reunirse para las festividades religiosas de diciembre.
Benigno María con el vacío que dejaron sus hermanos cuando se marcharon, le comunicó a la Nana la decisión que tomaron en la oficina del licenciado, para que ella se encargara junto con su hijo y su sobrina, de proteger y darle vida a la casa que los vio crecer.
La Nana miraba a Benigno de soslayo y le decía que ella era una madre para él, y que el día que se fuera, su corazón se partiría en dos.
-¡No Nana! No diga esas cosas, que suficiente tristeza hemos tenido las últimas semanas; usted es una mujer fuerte, fiel y decidida.
La Nana sonriendo, cosa que siempre hacía, le dio a Benigno unas palmadas cariñosas en el hombro, y le dijo que le iba ha preparar un consomé de gallina.
Benigno se quedó observándola y cuando desapareció del comedor, se paró y miró a través de la ventana, percatándose que la lechuza no se encontraba en su acostumbrado ramaje del árbol.
Diciéndole a la Nana que ya venía, se fue corriendo hasta el roble, percatándose en el acto que el ave se encontraba en la copa del árbol, cosa rara en ella, pues nunca subía a las ramas altas porque siempre permanecía en las más bajas, como una estatua, la mayor parte del día y de la noche; Benigno empezó a emitir un chirrido gutural parecido al de ella, para ver si bajaba, pero la lechuza permanecía incólume y abstraída en las alturas del frondoso roble.

sábado, 29 de enero de 2011

La Familia.

Capítulo I.
La Familia.

Cuando terminaron de echar la última palada de tierra en la fosa del cementerio de Boconó, y el sacerdote culminó sus ritos religiosos con el agua bendita, los escapularios y las plegarias de descanso por el alma del difunto, una sorpresiva llovizna empezó a caer, dispersando del campo santo a familiares y amigos que asistieron esa tarde a tan triste y fúnebre adiós de despedida.
El padre de Benigno María Hernández Manzaneda, descansaba ahora en paz, en el mismo lugar donde estaban los restos de su esposa, llamativo mausoleo que la familia había mandado ha construir con un artesano de la zona, oriundo de España, que talló pacientemente en mármol con rigurosa inspiración de alma y corazón: ángeles, arcángeles y silfos y una labrada cruz con la figura de Jesús la dolorosa tarde de su crucifixión.
Después del acto fúnebre, Benigno María y sus otros hermanos caminaron en un mutismo total hasta la entrada del cementerio, donde las carretas los llevaron hasta el hogar que los vio nacer y crecer.
Cuando entraron al coche, los hermanos Hernández sintieron tristeza al oler el hálito de la colonia de su padre, que no queriendo irse con él, permanecía con su inigualable olor en todo el armatoste de madera, pues allí, él se transportaba todos los días para ir a sus acostumbradas labores comerciales a los pueblos más cercanos.
El fiel cochero y servidor que durante tantos años permaneció al lado de la familia, sentía también dolor en su corazón, a medida que el coche se desplazaba lentamente por las adoquinadas calles del pueblo.
Cuando llegaron al lugar, uno de los muchachos que trabajaba allí, abrió el portón para que la carreta entrara al patio de la casa, en el preciso momento que la criada de la familia venía consternada a recibirlos, irrumpiendo de nuevo los jóvenes en tristes sollozos y abrazando a aquella mujer descendiente de la etnia de los isnotúes, que los ayudó con la crianza en ese tranquilo y armónico lar.
En la noche consolados por los amigos más cercanos a la familia, los Hernández, sobre todo Socorro, la tía que se había quedado para vestir santos como decían, dirigía el rezo de oraciones por el eterno descanso de don Remigio Hernández.
Las plegarias llenas de tantos sentimientos volaban airosas como las mariposas de abril, introduciéndose sagazmente por los orificios de las ventanas, para irse a los patios y al solar y perderse en los recónditos de las altas montañas, o trasladarse a las aguas profundas de los abundantes ríos y riachuelos, y quedarse allí, evocando de nuevo el descanso eterno del difunto.
Benigno María resignado pues fue él quien vio morir a su padre al pie del árbol en el patio principal, les comunicó a sus hermanos cuando terminaron de rezar, que deseaba descansar para que sus pensamientos melancólicos se alejaran de su mente y corazón.
Pero aquel plácido anciano echado lánguidamente en el cálido cobertor de plumas de ganso, y con sus ojos cerrados, conocido como Dios Morfeo, no apareció esa noche en la habitación de Benigno María.
La total ausencia de este etéreo personaje, hizo parar a Benigno de la cama varias veces induciéndolo a asomarse en la ventana, donde observó en el viejo roble que había en el patio, la fiel lechuza blanca que con sus acostumbrados y melodiosos sonidos guturales, lo instaban a él y a sus hermanos en las noches para que fueran a dormir. El chirrío de aquella ave rapaz era como el saludo de un grato amigo todos los días del año.
Recordó Benigno María, mientras miraba la lechuza, que su padre un día mientras desayunaban les dijo: - esa hermosa ave que me regalaron el día que me casé con mi Lorenza Ana, es el símbolo del progreso intelectual, de la sabiduría y la razón.
Mientras tomábamos el chocolate y untábamos el pan con mantequilla criolla, nuestro padre esa mañana nos transportó por ese mundo mitológico de la diosa de la sabiduría, representada por Minerva. Luego nos llevó de la mano hasta el roble, y allí, cobijados bajo la sombra de sus ramas y hojas, terminó de contarnos la historia de la lechuza.
Papá nos decía que cuando llegó a esta casa, después de haber contraído matrimonio, lo primero que hizo fue llevar el pichón al roble del patio, para que viviese allí.
-¡Yo hablaba con ella! – Recordó Benigno - y en las noches antes de acostarme, le susurraba que disculpara a mi papá por haberla dejado en el roble, pues el olivo, su inseparable árbol, símbolo vegetal de la Diosa Minerva, no crecía en estas tierras.
La lechuza con sus profundos ojos nos miraba, como queriendo decir que lo del olivo no importaba y que ella se sentía a gusto en ese frondoso arbusto.
De pronto, Benigno María se paró de la silla donde estaba cavilando, decidido a acostarse de nuevo, pero los pensamientos volvieron a perturbarle el sueño, pensando en el patio, donde la lechuza en las noches miraba con ojos de inteligencia a su padre y a sus hermanos, cuando aparecía misteriosa por entre los ramajes. De esta manera nos acostumbramos a quererla como un miembro más de la familia.
Al rato Benigno recordó cuando cumplió quince años y su padre le hizo un comentario que jamás olvidó:
¡Hijo mío! Sé que últimamente te está gustando la política y que quieres participar activamente en ella. Te asomo unas recomendaciones que un día me las dijo mi general Cruz Carrillo, cuando cabalgábamos rumbo a Caracas con el Libertador Simón Bolívar, en la lucha por la Independencia, y cuyos consejos quedaron grabados en mi corazón para siempre: - ¡Capitán Remigio! Si por alguna razón cuando termine la guerra se te ocurre entrar en el difícil arte de la política, lo primero que tienes que aprender es ha tener reflexión, confianza, honestidad y paciencia, para que puedas triunfar y así poder ayudar al prójimo; y esas sabias palabras, pues nunca ingresé en la política, las guardé en mi corazón, y hoy te las regalo hijo, para que cada noche las analice con paciencia y devoción.
Pensando en esto que le había dicho su padre, Benigno susurró:
-¡La política! Que mal concebida está en nuestro suelo patrio y que oscuros negocios se han escondido detrás de ella, utilizando muchas veces los pensamientos de los héroes independentistas, sobre todo, el pensamiento y la filosofía de libertad del Padre de la Patria Don Simón Bolívar.
Se había enrolado en el partido Conservador, y participó durante algunos meses en los planes políticos contra Antonio Leocadio Guzmán, fundador del Partido Liberal. Conoció los planes revolucionarios del general Ezequiel Zamora, figura emblemática de la guerra federal de 1859; no estaba de acuerdo con esta lucha que iba ha emprender el general, y fueron muchas las ocasiones que asistió a reuniones con líderes del Partido Conservador, que se oponían rotundamente al plan político que manejaban los líderes Liberales.
Hubo entre éstos un acérrimo enemigo de Benigno llamado Martín Espinoza, que en varias oportunidades lo quiso enfrentar para eliminarlo físicamente, pero esto no trascendió, pues el joven astutamente a tiempo, se separó del movimiento político, aplacando los desafueros de Espinoza que lo dejó tranquilo.

lunes, 10 de mayo de 2010

वलेरोसो Soldados

Cuando el mágico y ensoñador rito del amor llegaron a su final, Simón se vistió rápidamente y desapareció por los oscuros pasillos de la mansión.
Abajo en la puerta principal lo esperaba su fiel mayordomo José Palacios, quien lo acompañó con sus dos mastines hasta la casa del marqués de Torre Tagle, donde iba a descansar.
El mayordomo del general Simón Bolívar era un bonachón hombre. Su sangre estaba mezclada con tres razas: española, negra e india.
Su mirada tenía dos horizontes. Una servicial y bondadosa, que era con la que más convivía, sobre todo con su inseparable amo; la otra aparecía fuerte y desgarradora cuando lo hacían enfurecer.
De ojos azules como el color del mar y de cabello rojizo como los erizos, era el único que conocía los secretos del general Bolívar, guardándolos con digna fidelidad.
Bolívar algunas veces le decía que se parecía a un gladiador romano, por la altura y lo fornido que era, pero en realidad José era sencillo y tranquilo como un niño, siempre y cuando no lo irritaran.
Mantenía dos responsabilidades muy bien guardadas en su noble corazón, una era servirle a don Simón y cuidarlo, como se lo prometió frente a un crucifijo a doña María Concepción; la otra era atender dos hermosos y fuertes mastines, guardianes del general.
De aquella promesa que otrora le hiciera a la madre de Simón, siempre la mantuvo y la ejecutó al pie de la letra durante muchos días, meses y años; seguía tan fiel como aquel primer día.
José Palacios no sabía leer ni escribir, pero mucho debe haber aprendido de Bolívar pues en algunas ocasiones, él se encargaba de llevarle a su Excelencia la correspondencia militar, que ordenaba y colocaba en su lugar como un diestro secretario.
Esa noche cuando el general Simón Bolívar bajó de la mansión de la hermosa limeña, saludó a José que lo estaba esperando en la puerta, quien lo acompañó hasta la casa del marqués de Torre Tagle.
En el recorrido hacia el lugar, Bolívar pensaba en el amor de Manuela; pensaba en su pasión y en su cándida relación y cuando estaba entregado a este hermoso recuerdo, José Palacios lo interrumpió para entregarle un mensaje que le había traído el correo militar.
Cuando el general se trasladó a su habitación, se recostó en la cama, y abriendo apresuradamente uno de los bordes del sobre, extrajo de él un hermoso y oloroso papel a verbena silvestre, dibujado con varios corazones róseos y unos sutiles y voluptuosos labios, donde comenzaba un escrito que decía:
Quito, Ecuador. 2 de Septiembre del año 1823.
S.E. General Simón Bolívar.
Mi amado Simón, no he recibido noticias de usted, lo que ha hecho de mis pesares un desbocado tormento.
En la soledad de las noches pienso cómo la estarás pasando en esa tierra llena de víboras y fieras, donde apoyan más a los españoles que a los que defendemos de corazón la libertad.
No son todos mi amor, pero cuídate, pues son pocos los que te acompañaran en la lucha por la verdadera justicia social.
Aprovecho para decirte que los días y los meses que pasé a tu lado, aprendí a quererte como nunca antes lo había experimentado mi corazón.
¿Te acuerdas que hice de secretaria, escribiente y espía?
Fueron muchos los momentos que te alerté sobre lo de cuidarte de algunos, pues podían perjudicar tu delicada empresa de unificar las naciones liberadas.
Te digo algo mi señor para que te acuerdes de Manuela aquí y en el más allá: ten cuidado con Francisco de Paula Santander, pues él no quiere ayudar al Perú e indirectamente no te quiere ayudar a ti. Lo de él es su país y no desea comprometerse y complicarse con los problemas de otras tierras. ¡Siempre te he venido alertando sobre Santander! Pero Simón, mi adorado Simón, a la final qué nos importa todo esto. Yo sólo quiero tenerte a mi lado.
Mi corazón. Mi alma y todo mi ser, los guardo para ti. Sólo para ti, por encima de lo que venga.
Usted llegó y trajo a mi alma atormentada, felicidad, felicidad y mucho amor. Por eso soy tuya siempre.
Manuela.
Bolívar quedó sorprendido cuando terminó de leer la carta de Manuela e inmediatamente tomando pluma y papel, se dirigió a ella en los siguientes términos:
Lima. Perú, 23 de Septiembre del año 1823.
Mi adorada Manuelita.
No creas que te he olvidado. Lo que ha pasado es que mil problemas han surgido en esta difícil empresa.
No sé si tienes razón cuando juzgas a Santander, pero orgulloso me siento de seguir combatiendo al fantasma de la opresión, y no daré descanso a mi ímpetu de lucha, hasta no ver liberado el Perú de tan cruel situación en la que todos viven.
Sé que piensas en mí como yo en ti, pues tú eres la más deliciosa y exquisita flor. No se ha marchitado el amor Manuelita, todavía sigue vivo y fresco como la primera noche cuando nos conocimos.
Recuerdo siempre los momentos que pasamos en la hacienda Catahuango y luego allá en el cálido Garzal, donde bebimos y nos emborrachamos con el inolvidable vino y las burbujas del amor.
Te digo algo mi adorada, mantente prudente con lo que dices, pues algunas veces las paredes oyen. Recuerda, vives en una ciudad donde existen múltiples prejuicios y añejadas costumbres que te pueden envenenar tu dulce existencia. Ten paciencia y veras, que la causa por la cual luchamos es el más excelso tributo que le podemos regalar a los hermanos americanos.
Te notifico algo finalizando ésta: ¡Te quiero tener a mi lado! Quiero que vengas para que me ayudes así como lo hiciste allá en el Ecuador. ¡Quiero besar esos labios!
Siempre con todo mi amor, te recuerdo a cada instante y te espero para amarte.
Bolívar.
El general dobló cuidadosamente la carta, la introdujo en un sobre y le selló los lados con pegamento rojo. Luego bajó hasta las habitaciones de la planta baja y llamó a José, para que enviaran la correspondencia a Quito, con el correo militar.
Pocas horas durmió Simón.
Muy temprano al otro día sin haber salido el sol con su sonrisa de siempre, Bolívar se vistió y bajó hasta el salón principal, donde lo recibió uno de los mayordomos del marqués ofreciéndole chocolate, guarapo de papelón o café recién tostado.
Sentado, el general se saboreaba el cremoso cacao que decidió tomar, sin dejar de pensar en la madeja de conflictos que lo rodeaban.
Recordó las palabras de Manuela y ansioso se ponía, parándose, asomándose en la ventana y volviéndose a sentar.

Cuando la media mañana por fin apareció con su sonrisa placentera llena de luz, pues el día había amanecido nublado, llegaron al salón varios edecanes. Luego hizo acto de presencia el presidente de la república, escuchándose en el recinto murmullos y saludos con cierta desesperanza, luego se oyeron órdenes de los jefes del protocolo, planificando las labores del día.
Desayunaron en un ambiente alegre pero con una moderada tensión.
Degustaron sopa de papa, huevos revueltos, fritadas de cochino, panecillos de cebada, café y jugo de naranja de Cerro Azul, lugar hermoso, placentero y de inigualable clima estival.
Cuando terminaron de desayunar, la comitiva se dirigió al salón principal, para empezar a elaborar un plan que atacara de inmediato la difícil crisis que se estaba viviendo.
Ese día en la tarde después de haber estado trabajando durante varias horas, el general Bolívar se retiró hasta el jardín de la casa, y sentado debajo de las ramas de un frondoso roble, en amplio banquillo de madera, empezó ha sentir una extraña languidez como nunca antes la había sentido.
El marqués viéndolo en ese estado anormal, se acercó, para preguntarle qué le pasaba.
Bolívar le contestó que estaba bien y que no se preocupara.
En la noche cuando Bolívar estaba disfrutando un delicioso vino, le comentó al marqués que deseaba alejarse de Lima. Quería ir a un lugar más tranquilo, para poder estudiar y analizar el plan que tenía en mente.
-¡Yo sabía que no te sentías a gusto!- Le espetó el marqués, luego le dijo con sonrisa de ánimo: - No te preocupes, mañana solucionaremos este leve inconveniente.
Al otro día temprano en la mañana partieron hacia Magdalena, bella y hermosa aldea localizada cerca del mar.

viernes, 7 de mayo de 2010

VALEROSOS SOLDADOS

CAPITULO X
VALEROSOS SOLDADOS

Matices rojos con diminutos destellos violetas y sutiles reflejos de dorado incandescente, vibraban de esplendor en el ocaso de la tarde. Esta mágica y hermosa amalgama paisajística en el horizonte, rendían honor con su juego de color y su arco iris de esperanza, al arribo del general Simón Bolívar a la ciudad de los balcones.
El júbilo era contagioso en la gente, que comentaba en cada rincón de la ciudad, palabras de aliento y felicidad por la lucha que estaba realizando el ilustre guerrero.
¡Es el general venezolano!
¡El Libertador llega!
¡Viene acompañado con los héroes! Eran unas de las tantas expresiones del peruano, acompañadas por aplausos, fuegos artificiales y el alegre son de la música popular.
Simón Bolívar llegaba a Lima cayendo la tarde, y a medida que iba aproximándose a la ciudad, recordaba a Manuelita que le repetía cada noche con insistencia: -No vayas al sur Simón pues esa será una empresa difícil de manejar. Evita ir a esas tierras, pues presiento que el lugar está plagado de enemigos que te quieren destruir. Regresa a Bogotá donde se están empezando a tejer los hilos de la conspiración; ataquemos primero lo de acá y después planifiquemos lo de allá.
Bolívar pensaba en lo que le decía Manuela y cuando iba pasando por cada esquina, sentía la alegría de la gente y la euforia en general.
Clarines de felicidad como trinos de oro anunciaban que el pueblo quería libertad, y ésta impetuosa aseveración, confundía los pensamientos de Bolívar murmurando: -A lo mejor son especulaciones de mi amable loca. El mayor legado que le puedo dejar a esta gente, es librarlas del yugo colonial para que empiecen a gozar la libertad que un día tuvieron.
A medida que avanzaba hacia la plaza principal, volvían los pensamientos a los recónditos de la mente del guerrero, llenos de dudas y de interrogantes, sobre cómo y de qué manera se podían solucionar los problemas políticos y sociales de esa heroica tierra, que un día perteneció a los hijos del sol.
Desde los balcones de las casas, lluvia de tulipanes imperiales, geranio, rosas y campánulas violetas, eran esparcidos por las frágiles manos de hermosas y radiantes mujeres, haciendo desplegar su colorido y su aroma por doquier. Eran como sueños de ángeles animando a palpitar el corazón de los héroes; palpitación que crecía y creció con luminosa alegría y fulgurante avidez, en las emocionadas almas de todos.
Las limeñas suspiraron al ver aquel cortejo de militares, pero fue más profundo e intenso, cuando se percataron de la figura altiva, radiante y guerrera del general Simón Bolívar.
Para otros, que se movían en el medio político o que eran gente común del pueblo, el Libertador representaba un brillo de esperanza para solucionar los problemas más acuciantes que padecía el país.
Cuando llegaron a la plaza principal fueron recibidos por el presidente José de Torre Tagle, y en el transcurso de la conversación, Bolívar fue notificado de los sucesos que acontecieron después del fallido triunfo del general José de San Martín, quien dos años atrás había derrotado a las fuerzas españolas, pero que a los meses volvieron para consolidarse de nuevo, apoyados por diversos grupos de aristócratas criollos.
Bolívar supo que el país estaba prácticamente dirigido por dos gobiernos, y bajo el mando de múltiples fuerzas militares totalmente divididas.

Volvió a recordar lo que le decía Manuela; a lo mejor ella tenía razón, pues el suelo que estaba pisando estaba lleno de oro y plata, como una muestra de bondad del Padre Todo Poderoso, para que esta riqueza ayudara al desarrollo de toda la población. Pero la situación era otra, pues esta bendición de la naturaleza, por muchos años, fue objeto del sacrílego hurto, despiadado y salvaje, de la Corona Española, generando luchas intestinas entre todos los miembros de la sociedad virreinal. Perú, en las condiciones políticas y sociales que se encontraba, representaba un reto muy difícil para el general venezolano, pues los españoles todavía permanecían en algunas regiones del país, incluso, después de aquella declaración de independencia realizada por el general José de San Martín, donde su proyecto se vio opacado por apetencias de poder de quienes le ayudaron.
Hubo un grupo significativo de peruanos que se unieron de nuevo a los españoles, constituyendo un gobierno totalmente diferente al gobierno central.
Cantidad de militares se dignaron en dar apoyo a los representantes de Castilla, generando conflictos con aquéllos que en realidad sí querían liberarse del colonato español.
El esquema socio político del Perú lo analizó Bolívar, como el complicado juego del ajedrez, donde sólo hay dos adversarios, y el más sagaz e inteligente será el que triunfará, más la suerte estaba echada, y con sagacidad, Bolívar tendría que emprender esta lucha con audacia y valentía, como siempre lo había hecho, y triunfar, para acabar con un país corrompido y desmoralizado y crear a uno libre y totalmente renovado. Ese era su objetivo.
Pensó si Manuela a lo mejor tenía razón, pero ya estaba en aquel mar turbulento de problemas y contratiempos, y a pesar de esa oscura dificultad, trataría de conducir el barco con optimismo y seguridad, pues parte del pueblo lo aclamaba, y el propio parlamento a los días le dio votos de confianza para ejecutar su plan de guerra, y ver si el resultado del mismo terminaba con la crisis en la que estaba sumergida la república.
El general Simón Bolívar agradeciendo la generosa y digna honra que le propusieron los parlamentarios, prometió luchar hasta el final, diciéndoles que encendería la victoria con el rayo de la libertad, para que la patria entrara en el justo desarrollo político, económico y social que necesitaba.
Después del tedéum realizado en la plaza mayor, Bolívar se retiró con su comitiva a los salones presidenciales, donde se reunió con el marqués de Torre Tagle y el alto mando militar peruano.
En la noche le fue obsequiada una cena, donde asistieron militares chilenos, argentinos, colombianos, ecuatorianos, venezolanos y los de la legión extranjera, quienes escucharon del caraqueño un corto y discreto discurso que abrió en el corazón de muchos la esperanza por ver un Perú libre del colonato español.
Cerca de la media noche fue cautivado por los embelesos de una hermosa limeña que lo invitó a su casa. Allí vivieron momentos mágicos y placenteros del amor.
Vestida con blancas y sutiles telas olorosas a jazmín y pétalo de rosas, como las que se ponían las bailarinas en las noches babilónicas para complacer las concupiscencias de un sultán, la bella dejó que sus encantos fuesen admirados por el general Bolívar, quien con sus delicadas manos y su desbordante pasión fue buscando pacientemente lo prohibido, dejando en el aire suspiros, quejidos y ruegos seguidos de satisfacción.
La vida, felicidad y valentía de esta limeña, tuvieron un fugaz premio que se anidó en su corazón. Bolívar le había dicho esa lujuriante noche, que guardaría esos maravillosos besos y esos mágicos encantos en el rincón de su baúl de amor.
Bolívar le fue amando entre delirantes murmullos y susurros, besos, apretones y una ola afectuosa y desbocada de placer.

domingo, 31 de enero de 2010

Continuación de la narración

En aquel tranquilo y solitario lar creció Carlos Enrique, bajo la estricta educación que le daba su madre y el licenciado Orlando Monsalve, paciente y diestro maestro de las letras que enseñaba a leer y escribir al que quisiera, en las inmediaciones de la plaza de Milla.
Debe haber tenido el licenciado vastos conocimientos generales, pues los pocos alumnos que tenía dejaban sorprendidos a sus padres y familiares, cuando llegaban a sus casas y contaban lo que les enseñaban durante el día.
María Rosario que no quiso quedarse rezagada, también aprendió las lecciones del maestro, y llegaba contenta en las tardes a su casa con recortes de periódicos, cuentos, poesías y parlamentos de obras de teatro que le suministraba el licenciado.
Carlos Enrique creció en aquel fulgente medio cultural, y cuando cumplió quince años, para sorpresa de muchos, tenía una vasta conciencia de los acontecimientos políticos y sociales que estaban sucediendo tanto en la serrana ciudad de Mérida, como en el resto del país.
Unos días antes del llamado que estaban haciendo para que los jóvenes se alistaran en el ejército patriota, Carlos Enrique le contaba a su madre que por sus venas corría sangre española, pero que no por ello dejaría de pelear contra el imperio ibérico, que tanto daño, dolor y desolación le causaron y le estaban causando a la patria.
Su madre lo observaba y lo animaba a cada rato, y a los días lo terminó de emocionar, cuando le dijo que el coronel que comandaba la legión de héroes que luchaban contra los españoles, pronto arribaría a la ciudad.
Una mañana, cuando la neblina apareció misteriosa y con olor a musgo y vegetal, se escucharon los sonidos de varias trompetas de guerra, llamando a los jóvenes para que fueran a formar filas en el ejército patriota comandado por el coronel Simón Bolívar.
Carlos Enrique al no más escuchó aquel estridente y emocionante sonido que emitían las cornetillas de guerra, se levantó apresurado, pero cuando se fue a poner el pantalón, desgraciadamente se resbaló torciéndose la mano derecha bajo un grito desesperado, que de inmediato alertó a su madre que estaba en la cocina. Cuando ésta lo vio tendido en el suelo exclamó: - ¡Bendito Dios! – Y diciéndole que se quedara tranquilo, corrió a buscar al licenciado que en el acto la auxilió.
El joven también se había dislocado el tobillo y no podía caminar.
-¡Y ahora qué hago! – Les decía a su madre y al maestro.
El licenciado que había recibido clases de primeros auxilios con los jesuitas, acomodó atinadamente tendones y ligamentos, llevándolos a su lugar, y pacientemente colocó una venda en la muñeca, con hojas de frailejón morado, eucalipto y flores de árnica. Luego preparó un emplasto de barro, que él mismo traía de las montañas del valle, mezclándolo con ajo machacado, semillas de tártago y flores de manzanilla, que puso con sumo cuidado alrededor del tobillo del jovencito.
-Hasta el domingo hay tiempo para alistarse en el ejército – le dijo el licenciado a Carlos Enrique y le recomendó que se quedara tranquilo para que lo malo se mejorara.
El domingo en la mañana el joven ya caminaba, pero su brazo no lo podía mover, y colocándose un abrigo de lana para que no le notaran la venda que llevaba puesta, se fue lleno de emoción hasta la plaza para alistarse en el ejército patriota, ante la sorpresiva mirada de María Rosario y del licenciado que le decían que se apurara.
Una veintena de jóvenes esperaban impacientes cerca de una improvisada carpa militar, el arribo del sargento y el cabo mayor, quienes eran los responsables del alistamiento.
Mal encarado el cabo, un llanero apureño, fue el que se encargó de examinar a los jóvenes que iban a ingresar a la milicia.
Cuando le tocó el turno a Carlos Enrique, lo miró de arriba abajo y de izquierda a derecha, diciéndole imperativamente:
-¿Qué lo anima a ingresar al ejército libertador del coronel Simón Bolívar?
El joven seguro y sin titubear le contestó que deseaba de todo corazón luchar al lado del aguerrido héroe, para acabar con la injusticia que había por doquier.
El llanero mirando sorprendido al joven y tocándose el mentón con su mano izquierda, pues era zurdo, le espetó con admiración:
-¡Arrecho este gochito! Es lo que necesitamos – en el preciso momento que venía el sargento Alarcón para realizar el examen físico.
-¡Qué buena vaina! – Dijo Carlos Enrique mentalmente...
Cuando el hijo de María Rosario Nava pasó al otro lado de la carpa para la segunda prueba, se escuchó un breve quejido cuando el sargento le entregó fuerte y rápidamente el fusil, lastimándole la mano.
-¡Qué boleras! – Se escuchó de labios del sargento e inmediatamente le espetó:
-Lamentablemente en las condiciones físicas que usted se encuentra, no podrá ingresar al ejército.
Un sinuoso escalofrío acompañado con un copioso sudor, recorrió el cuerpo de Carlos Enrique, y dando media vuelta se fue a su hogar con el corazón destrozado.
María Rosario viéndolo en aquella perenne congoja e inteligente y diestra como era, le dijo a su hijo que se quedara descansando, mientras iba a realizar una diligencia en la casa de su comadre Josefa Margarita.
Estaban sonando las campanas del reloj de la iglesia Matriz dando la segunda hora de la tarde, cuando María Rosario llegó a la plaza mayor, sorprendiéndose, al ver a un nutrido grupo de personas que rodeaban dando aplausos y vivas, a un hombre, que permanecía sentado en un caballo blanco. Iba vestido con casaca militar roja y azul. Los miraba a todos y les decía que cerca estaba la libertad de Venezuela.

viernes, 22 de enero de 2010

La hija menor de Evaristo Rivera

La hija menor de Evaristo Rivera, cuando un día decidió abrir el baúl de su padre, que recelosamente había guardado encima del escaparate de su habitación, quedó sorprendida cuando halló en él, envuelto en manta de cuero y sujetado con una cinta desteñida por el tiempo, un fajo de hojas de papiro, donde se veía que algo escrito había en ellas.
Esa noche al calor de la chimenea que su esposo había encendido cuando el sol se ocultó, Matilde rememorando sus antepasados y aquellos momentos felices que vivió en su niñez en una apartada aldea de Mucuchies, observó con detenimiento la fotografía de su papá, su mamá, su hermano mayor y la de ella, cuando tan sólo tenía tres años de edad, posando debajo del aromático durazno, rodeado de llamativas hortensias blancas, que había en el patio de la casa.
Abstraída mirando aquella hermosa e inolvidable escena familiar, cuyo marco, base y foto resaltaban una pátina verde y oscurecida por la inclemencia del tiempo, llamó emocionada a Jaime Alberto, su esposo, y a sus dos pequeñas hijas, para leerles lo que su padre le había dejado cuando murió.
Matilde suspiró y mirando de nuevo la fotografía a la vez que tomaba una de las narraciones, comenzó a leer, observando la cara de sorpresa de su esposo y la admiración de sus hijas:

- ¡María Rosario Nava! – Palabras que pronunció enfáticamente; luego levantándose de la silla y carraspeando dos veces como si estuviera afinando su garganta, inició la lectura.
- Estaban convocando a jóvenes y adultos para que se alistaran en el ejército patriota que comandaba el coronel Simón Bolívar.
Corría el año 1813 y, los pobladores de la serrana ciudad de Mérida, estaban convulsionados y sorprendidos por los últimos acontecimientos que estaban sucediendo en el país.
Cerca de la plaza de Milla bordeando la calle La Barranca, en una humilde pero pulcra y aseada casa, vivían María Rosario Nava y su hijo Carlos Enrique.
Enrique Gonzáles, el amor fugaz que fortuitamente conoció María Rosario, había llegado a Mérida procedente de España, en los albores de 1796, con cantidad de sueños en su talego y maletín, y el corazón y el alma pletóricos de emoción para emprender un digno trabajo; y así fue, pues a las semanas de haber llegado a esta hermosa y plácida ciudad, Enrique negoció una casa cerca del solar de los piscos, por los alrededores de Belén, donde abrió una bodega que a los meses ofrecía a los merideños, pan caliente, melindres y rosquillas dulces salteadas con papelón y limón, que él mismo elaboraba con mística y amor.
A medida que pasaron los meses, el sitio fue tomando auge, por los suculentos dulces y pasteles que Enrique elaboraba.
Desde tempranas horas del día los alrededores de la bodega eran invadidos por los gratos aromas que salían del horno, cuando el pan empezaba a madurar.
De almendras, aceitunas, avellanas y nueces, con uvas pasas azucaradas, adornaban desde las primeras horas del día las estanterías de la bodega, y cuando la media mañana llegaba, estas delicias desaparecían, para aparecer sorpresivamente en los cotidianos desayunos de los merideños, y satisfacerles el paladar.
En la tarde llegaban otros aromas, distintos y penetrantes, pues Enrique hacia pan de jamón serrano con clavos de olor y pequeñas astillas de canela, que enloquecía a los parroquianos.
La bodega se convirtió con el tiempo en una pequeña panadería, donde acudían los lugareños mañana y tarde a buscar el pan del español “quique”, como lo empezaron a llamar.
Una tarde “quique” conoció a María Rosario, que curiosamente había ido a su bodega, pues escuchó por una vecina que el pan elaborado allí, era una delicia al paladar.
Los dos se enamoraron ese día, y a las semanas, el cura Fuenmayor, párroco de la capilla El Humilladero a la salida de la ciudad, vía páramo de Mucuchies, les daba la bendición matrimonial.
De aquel apasionado amor nació un robusto varón que bautizaron con el nombre de Carlos Enrique, pero que no llegó a conocer a su padre, pues éste murió repentinamente de una extraña enfermedad.
La nueva casa que compró la viuda Gonzáles pues la de Belén con la panadería la vendió, tenía un pequeño balcón por donde se divisaban el río Albarregas y la imponente y pletórica montaña de la india durmiente, como le decían.
Debajo del balcón relucía un pequeño jardín de claveles, hortensias y clavirrosos imperiales de múltiples colores, que María cuidaba con esmero y devoción, y cosa curiosa, cuando las regaba en las mañanas, les cantaba y les decía que brillaran de esplendor.
Hacia la calle después de un largo y estrecho pasillo, estaba la puerta principal, guarnecida por dos hileras de trancas y un pesado y oxidado candado, que poco lo utilizaban para cerrarla.
La mayor parte del tiempo María Rosario lo pasaba en la sala cociendo, planchando y arreglando ropa que le llevaban los vecinos, pues de eso, y de lo que le había quedado de la venta de los bienes que le dejó “quique”, vivían.

viernes, 15 de enero de 2010

El 6 de agosto de 1813

El 6 de agosto de 1813, la ciudad de los techos rojos Santiago de León de Caracas, estaba engalanada con hermosos arcos, adornados con resplandecientes flores y aromáticas hojas de eucalipto y laurel.
A pesar de los vestigios del fatídico terremoto del jueves santo de 1812, muchos escombros los retiraron y los lugares sucios fueron completamente aseados.
Por las angostas calles de la capital venezolana se apiñaron en esquinas, balcones y plazas, cantidad de personas que venían de todas las parroquias portando la bandera tricolor; otros caminaban animados con coronas de flores y gladiolos blancos de Galipán, para entregarlos en la casa de la municipalidad.
De esquina a esquina los que estaban encargados de organizar el recibimiento a los héroes nacionales, colocaron alusivas banderas de la patria y llamativas coronas de flores de múltiples colores.
Viva la Nueva Granada. Viva la Libertad. Bienvenido Simón Bolívar. Viva el Libertador, se anunciaba en coloridas pancartas.
El entusiasmo y la alegría de los caraqueños era contagiante aquella tarde calurosa.
La catedral lucía hermosos estandartes con la bandera tricolor, que ondeaba en todo lo alto de su cúpula mayor, y a los lados aparecían pletóricos ramos de rosas y alusivas coronas de laurel, impregnando el ambiente con aroma a incienso y olor a clavel.
En la casa de la municipalidad, las puertas, ventanas y paredes estaban adornadas con bellos trabajos manuales de banderas tricolores, reseñando en su franja azul palabras sencillas al general Simón Bolívar.
En la plaza mayor donde iban a realizar el recibimiento al héroe nacional, las aceras albergaron desde tempranas horas de la madrugada a vendedores ambulantes, que ofrecían a gritos conservas de coco con papelón, buñuelos, churros, tunjas, panetelas, roscas en almíbar, tortas, torradas y torrijas. Otros gritaban a son de copla para que vinieran a refrescarse con el delicioso guarapo de caña con limón, guarapito con aguardiente, carato de maíz y el picante por si acaso, del negro don cimarrón.
Niñas con vestidos blancos y llamativas crinejas adornadas con coloridos lazos, llevaban bandejas de madera con dulce de membrillo, conservas la cojita, melcochas envueltas en hojas de naranjo, suspiros de monja y la deliciosa torta de las Bejarano, orgullo y pasión de tres dedicadas hermanas a la repostería.
Las señoras más conservadoras colocaron mesas a la entrada de sus casas, donde ofrecían temblorosas, mazamorras, melindres, majaretes, pastel de hojaldre, polvorosas, blancos almidoncitos y turrón de maní con canela y papelón.
A lo largo de las calles, antes de llegar a la plaza mayor, en la acera en extensos mesones de madera, vendían pasteles, churros, empanadas, bollos de coco y pan con chicha de maíz. También para calmar la sed ofrecían a gritos la refrescante sidra y la digestiva hierba buena con manzanilla e hinojo, de la negra Dorotea.
En las esquinas adyacentes a la plaza mayor, se asaba carne de cerdo, filetes de ángel de vaca, carite frito, chigüire en coco, lapa, chorizo y carne de buey. Obsequiaban a quien comprara un asado, un plátano verde o dos arepas de maíz pilado.
La inquietante ciudad de Caracas de gente alegre y trabajadora, se preparaba para recibir esa tarde la altiva figura del general Simón Bolívar, héroe nacional, que combatiendo durante varios meses en Nueva Granada y Venezuela, había triunfado ante los ejércitos realistas constituidos por españoles y criollos conservadores.
Erguido, con mirada serena y penetrante, Bolívar entró a su ciudad natal vestido con atractivo traje militar, cabalgando en hermoso corcel de cuello arqueado y rimbombante trotar.
La alegría de la gente se hizo sentir esa tarde, y los aplausos retumbaron, escuchándose los ecos como si bajaran de la montaña para perderse por el ancho y exuberante valle.
El general Simón Bolívar pensaba en ese momento, no en su Gloria, pues este era un primer paso en la lucha por la liberación nacional, y el sabor de la libertad lo sentía la gente, que emocionadas en su fuero interior veían por fin la luz de la verdadera independencia del colonato español.
A medida que Bolívar iba entrando a Caracas recordaba años atrás, cuando solitario y con ansiados pensamientos sobre esta lucha, llegó al puerto de la Guaira para continuar su viaje a la capital y residenciarse en una de sus casas.
Fueron años difíciles los que vivió en la sociedad caraqueña de entonces, llena de corruptos y de falsos políticos, cómplices con los representantes de la Corona Española; lo llamaban despectivamente calavera, criollo afrancesado y caraqueñito refunfuñón.
A medida que avanzaban los guerreros por las estrechas calles de la capital, se empezaron a escuchar estruendosos repiques de campanas y fuego de artillería, que le recordaron a Bolívar los primeros encuentros escenificados en la Nueva Granada, semanas después de él haber llegado de Curazao, donde ya había organizado un grupo de neogranadinos y venezolanos para la lucha que iba a emprender.
En Cartagena Bolívar fue enrolado por órdenes del gobernador Torices en la milicia de la provincia, y desobedeciendo a un superior, se atrevió a irrumpir con doscientos hombres en diciembre de 1812 contra la posición enemiga de Tenerife, con la mente puesta en expulsar de allí a los temidos españoles del Alto Magdalena.
A medida que avanzaba por las calles de Caracas, iba recordando estos difíciles momentos que le abrieron el camino de la lucha por una causa noble y leal: ¡la libertad!
De pronto se dio cuenta que estaba entre toda la muchedumbre, y a medida que iba cabalgando con su séquito, la emoción se desbordó al escuchar los melodiosos acordes de la música marcial que tocaban las bandas de guerra, y los repiques de las campanas de la catedral y las iglesias.