domingo, 31 de enero de 2010

Continuación de la narración

En aquel tranquilo y solitario lar creció Carlos Enrique, bajo la estricta educación que le daba su madre y el licenciado Orlando Monsalve, paciente y diestro maestro de las letras que enseñaba a leer y escribir al que quisiera, en las inmediaciones de la plaza de Milla.
Debe haber tenido el licenciado vastos conocimientos generales, pues los pocos alumnos que tenía dejaban sorprendidos a sus padres y familiares, cuando llegaban a sus casas y contaban lo que les enseñaban durante el día.
María Rosario que no quiso quedarse rezagada, también aprendió las lecciones del maestro, y llegaba contenta en las tardes a su casa con recortes de periódicos, cuentos, poesías y parlamentos de obras de teatro que le suministraba el licenciado.
Carlos Enrique creció en aquel fulgente medio cultural, y cuando cumplió quince años, para sorpresa de muchos, tenía una vasta conciencia de los acontecimientos políticos y sociales que estaban sucediendo tanto en la serrana ciudad de Mérida, como en el resto del país.
Unos días antes del llamado que estaban haciendo para que los jóvenes se alistaran en el ejército patriota, Carlos Enrique le contaba a su madre que por sus venas corría sangre española, pero que no por ello dejaría de pelear contra el imperio ibérico, que tanto daño, dolor y desolación le causaron y le estaban causando a la patria.
Su madre lo observaba y lo animaba a cada rato, y a los días lo terminó de emocionar, cuando le dijo que el coronel que comandaba la legión de héroes que luchaban contra los españoles, pronto arribaría a la ciudad.
Una mañana, cuando la neblina apareció misteriosa y con olor a musgo y vegetal, se escucharon los sonidos de varias trompetas de guerra, llamando a los jóvenes para que fueran a formar filas en el ejército patriota comandado por el coronel Simón Bolívar.
Carlos Enrique al no más escuchó aquel estridente y emocionante sonido que emitían las cornetillas de guerra, se levantó apresurado, pero cuando se fue a poner el pantalón, desgraciadamente se resbaló torciéndose la mano derecha bajo un grito desesperado, que de inmediato alertó a su madre que estaba en la cocina. Cuando ésta lo vio tendido en el suelo exclamó: - ¡Bendito Dios! – Y diciéndole que se quedara tranquilo, corrió a buscar al licenciado que en el acto la auxilió.
El joven también se había dislocado el tobillo y no podía caminar.
-¡Y ahora qué hago! – Les decía a su madre y al maestro.
El licenciado que había recibido clases de primeros auxilios con los jesuitas, acomodó atinadamente tendones y ligamentos, llevándolos a su lugar, y pacientemente colocó una venda en la muñeca, con hojas de frailejón morado, eucalipto y flores de árnica. Luego preparó un emplasto de barro, que él mismo traía de las montañas del valle, mezclándolo con ajo machacado, semillas de tártago y flores de manzanilla, que puso con sumo cuidado alrededor del tobillo del jovencito.
-Hasta el domingo hay tiempo para alistarse en el ejército – le dijo el licenciado a Carlos Enrique y le recomendó que se quedara tranquilo para que lo malo se mejorara.
El domingo en la mañana el joven ya caminaba, pero su brazo no lo podía mover, y colocándose un abrigo de lana para que no le notaran la venda que llevaba puesta, se fue lleno de emoción hasta la plaza para alistarse en el ejército patriota, ante la sorpresiva mirada de María Rosario y del licenciado que le decían que se apurara.
Una veintena de jóvenes esperaban impacientes cerca de una improvisada carpa militar, el arribo del sargento y el cabo mayor, quienes eran los responsables del alistamiento.
Mal encarado el cabo, un llanero apureño, fue el que se encargó de examinar a los jóvenes que iban a ingresar a la milicia.
Cuando le tocó el turno a Carlos Enrique, lo miró de arriba abajo y de izquierda a derecha, diciéndole imperativamente:
-¿Qué lo anima a ingresar al ejército libertador del coronel Simón Bolívar?
El joven seguro y sin titubear le contestó que deseaba de todo corazón luchar al lado del aguerrido héroe, para acabar con la injusticia que había por doquier.
El llanero mirando sorprendido al joven y tocándose el mentón con su mano izquierda, pues era zurdo, le espetó con admiración:
-¡Arrecho este gochito! Es lo que necesitamos – en el preciso momento que venía el sargento Alarcón para realizar el examen físico.
-¡Qué buena vaina! – Dijo Carlos Enrique mentalmente...
Cuando el hijo de María Rosario Nava pasó al otro lado de la carpa para la segunda prueba, se escuchó un breve quejido cuando el sargento le entregó fuerte y rápidamente el fusil, lastimándole la mano.
-¡Qué boleras! – Se escuchó de labios del sargento e inmediatamente le espetó:
-Lamentablemente en las condiciones físicas que usted se encuentra, no podrá ingresar al ejército.
Un sinuoso escalofrío acompañado con un copioso sudor, recorrió el cuerpo de Carlos Enrique, y dando media vuelta se fue a su hogar con el corazón destrozado.
María Rosario viéndolo en aquella perenne congoja e inteligente y diestra como era, le dijo a su hijo que se quedara descansando, mientras iba a realizar una diligencia en la casa de su comadre Josefa Margarita.
Estaban sonando las campanas del reloj de la iglesia Matriz dando la segunda hora de la tarde, cuando María Rosario llegó a la plaza mayor, sorprendiéndose, al ver a un nutrido grupo de personas que rodeaban dando aplausos y vivas, a un hombre, que permanecía sentado en un caballo blanco. Iba vestido con casaca militar roja y azul. Los miraba a todos y les decía que cerca estaba la libertad de Venezuela.

viernes, 22 de enero de 2010

La hija menor de Evaristo Rivera

La hija menor de Evaristo Rivera, cuando un día decidió abrir el baúl de su padre, que recelosamente había guardado encima del escaparate de su habitación, quedó sorprendida cuando halló en él, envuelto en manta de cuero y sujetado con una cinta desteñida por el tiempo, un fajo de hojas de papiro, donde se veía que algo escrito había en ellas.
Esa noche al calor de la chimenea que su esposo había encendido cuando el sol se ocultó, Matilde rememorando sus antepasados y aquellos momentos felices que vivió en su niñez en una apartada aldea de Mucuchies, observó con detenimiento la fotografía de su papá, su mamá, su hermano mayor y la de ella, cuando tan sólo tenía tres años de edad, posando debajo del aromático durazno, rodeado de llamativas hortensias blancas, que había en el patio de la casa.
Abstraída mirando aquella hermosa e inolvidable escena familiar, cuyo marco, base y foto resaltaban una pátina verde y oscurecida por la inclemencia del tiempo, llamó emocionada a Jaime Alberto, su esposo, y a sus dos pequeñas hijas, para leerles lo que su padre le había dejado cuando murió.
Matilde suspiró y mirando de nuevo la fotografía a la vez que tomaba una de las narraciones, comenzó a leer, observando la cara de sorpresa de su esposo y la admiración de sus hijas:

- ¡María Rosario Nava! – Palabras que pronunció enfáticamente; luego levantándose de la silla y carraspeando dos veces como si estuviera afinando su garganta, inició la lectura.
- Estaban convocando a jóvenes y adultos para que se alistaran en el ejército patriota que comandaba el coronel Simón Bolívar.
Corría el año 1813 y, los pobladores de la serrana ciudad de Mérida, estaban convulsionados y sorprendidos por los últimos acontecimientos que estaban sucediendo en el país.
Cerca de la plaza de Milla bordeando la calle La Barranca, en una humilde pero pulcra y aseada casa, vivían María Rosario Nava y su hijo Carlos Enrique.
Enrique Gonzáles, el amor fugaz que fortuitamente conoció María Rosario, había llegado a Mérida procedente de España, en los albores de 1796, con cantidad de sueños en su talego y maletín, y el corazón y el alma pletóricos de emoción para emprender un digno trabajo; y así fue, pues a las semanas de haber llegado a esta hermosa y plácida ciudad, Enrique negoció una casa cerca del solar de los piscos, por los alrededores de Belén, donde abrió una bodega que a los meses ofrecía a los merideños, pan caliente, melindres y rosquillas dulces salteadas con papelón y limón, que él mismo elaboraba con mística y amor.
A medida que pasaron los meses, el sitio fue tomando auge, por los suculentos dulces y pasteles que Enrique elaboraba.
Desde tempranas horas del día los alrededores de la bodega eran invadidos por los gratos aromas que salían del horno, cuando el pan empezaba a madurar.
De almendras, aceitunas, avellanas y nueces, con uvas pasas azucaradas, adornaban desde las primeras horas del día las estanterías de la bodega, y cuando la media mañana llegaba, estas delicias desaparecían, para aparecer sorpresivamente en los cotidianos desayunos de los merideños, y satisfacerles el paladar.
En la tarde llegaban otros aromas, distintos y penetrantes, pues Enrique hacia pan de jamón serrano con clavos de olor y pequeñas astillas de canela, que enloquecía a los parroquianos.
La bodega se convirtió con el tiempo en una pequeña panadería, donde acudían los lugareños mañana y tarde a buscar el pan del español “quique”, como lo empezaron a llamar.
Una tarde “quique” conoció a María Rosario, que curiosamente había ido a su bodega, pues escuchó por una vecina que el pan elaborado allí, era una delicia al paladar.
Los dos se enamoraron ese día, y a las semanas, el cura Fuenmayor, párroco de la capilla El Humilladero a la salida de la ciudad, vía páramo de Mucuchies, les daba la bendición matrimonial.
De aquel apasionado amor nació un robusto varón que bautizaron con el nombre de Carlos Enrique, pero que no llegó a conocer a su padre, pues éste murió repentinamente de una extraña enfermedad.
La nueva casa que compró la viuda Gonzáles pues la de Belén con la panadería la vendió, tenía un pequeño balcón por donde se divisaban el río Albarregas y la imponente y pletórica montaña de la india durmiente, como le decían.
Debajo del balcón relucía un pequeño jardín de claveles, hortensias y clavirrosos imperiales de múltiples colores, que María cuidaba con esmero y devoción, y cosa curiosa, cuando las regaba en las mañanas, les cantaba y les decía que brillaran de esplendor.
Hacia la calle después de un largo y estrecho pasillo, estaba la puerta principal, guarnecida por dos hileras de trancas y un pesado y oxidado candado, que poco lo utilizaban para cerrarla.
La mayor parte del tiempo María Rosario lo pasaba en la sala cociendo, planchando y arreglando ropa que le llevaban los vecinos, pues de eso, y de lo que le había quedado de la venta de los bienes que le dejó “quique”, vivían.

viernes, 15 de enero de 2010

El 6 de agosto de 1813

El 6 de agosto de 1813, la ciudad de los techos rojos Santiago de León de Caracas, estaba engalanada con hermosos arcos, adornados con resplandecientes flores y aromáticas hojas de eucalipto y laurel.
A pesar de los vestigios del fatídico terremoto del jueves santo de 1812, muchos escombros los retiraron y los lugares sucios fueron completamente aseados.
Por las angostas calles de la capital venezolana se apiñaron en esquinas, balcones y plazas, cantidad de personas que venían de todas las parroquias portando la bandera tricolor; otros caminaban animados con coronas de flores y gladiolos blancos de Galipán, para entregarlos en la casa de la municipalidad.
De esquina a esquina los que estaban encargados de organizar el recibimiento a los héroes nacionales, colocaron alusivas banderas de la patria y llamativas coronas de flores de múltiples colores.
Viva la Nueva Granada. Viva la Libertad. Bienvenido Simón Bolívar. Viva el Libertador, se anunciaba en coloridas pancartas.
El entusiasmo y la alegría de los caraqueños era contagiante aquella tarde calurosa.
La catedral lucía hermosos estandartes con la bandera tricolor, que ondeaba en todo lo alto de su cúpula mayor, y a los lados aparecían pletóricos ramos de rosas y alusivas coronas de laurel, impregnando el ambiente con aroma a incienso y olor a clavel.
En la casa de la municipalidad, las puertas, ventanas y paredes estaban adornadas con bellos trabajos manuales de banderas tricolores, reseñando en su franja azul palabras sencillas al general Simón Bolívar.
En la plaza mayor donde iban a realizar el recibimiento al héroe nacional, las aceras albergaron desde tempranas horas de la madrugada a vendedores ambulantes, que ofrecían a gritos conservas de coco con papelón, buñuelos, churros, tunjas, panetelas, roscas en almíbar, tortas, torradas y torrijas. Otros gritaban a son de copla para que vinieran a refrescarse con el delicioso guarapo de caña con limón, guarapito con aguardiente, carato de maíz y el picante por si acaso, del negro don cimarrón.
Niñas con vestidos blancos y llamativas crinejas adornadas con coloridos lazos, llevaban bandejas de madera con dulce de membrillo, conservas la cojita, melcochas envueltas en hojas de naranjo, suspiros de monja y la deliciosa torta de las Bejarano, orgullo y pasión de tres dedicadas hermanas a la repostería.
Las señoras más conservadoras colocaron mesas a la entrada de sus casas, donde ofrecían temblorosas, mazamorras, melindres, majaretes, pastel de hojaldre, polvorosas, blancos almidoncitos y turrón de maní con canela y papelón.
A lo largo de las calles, antes de llegar a la plaza mayor, en la acera en extensos mesones de madera, vendían pasteles, churros, empanadas, bollos de coco y pan con chicha de maíz. También para calmar la sed ofrecían a gritos la refrescante sidra y la digestiva hierba buena con manzanilla e hinojo, de la negra Dorotea.
En las esquinas adyacentes a la plaza mayor, se asaba carne de cerdo, filetes de ángel de vaca, carite frito, chigüire en coco, lapa, chorizo y carne de buey. Obsequiaban a quien comprara un asado, un plátano verde o dos arepas de maíz pilado.
La inquietante ciudad de Caracas de gente alegre y trabajadora, se preparaba para recibir esa tarde la altiva figura del general Simón Bolívar, héroe nacional, que combatiendo durante varios meses en Nueva Granada y Venezuela, había triunfado ante los ejércitos realistas constituidos por españoles y criollos conservadores.
Erguido, con mirada serena y penetrante, Bolívar entró a su ciudad natal vestido con atractivo traje militar, cabalgando en hermoso corcel de cuello arqueado y rimbombante trotar.
La alegría de la gente se hizo sentir esa tarde, y los aplausos retumbaron, escuchándose los ecos como si bajaran de la montaña para perderse por el ancho y exuberante valle.
El general Simón Bolívar pensaba en ese momento, no en su Gloria, pues este era un primer paso en la lucha por la liberación nacional, y el sabor de la libertad lo sentía la gente, que emocionadas en su fuero interior veían por fin la luz de la verdadera independencia del colonato español.
A medida que Bolívar iba entrando a Caracas recordaba años atrás, cuando solitario y con ansiados pensamientos sobre esta lucha, llegó al puerto de la Guaira para continuar su viaje a la capital y residenciarse en una de sus casas.
Fueron años difíciles los que vivió en la sociedad caraqueña de entonces, llena de corruptos y de falsos políticos, cómplices con los representantes de la Corona Española; lo llamaban despectivamente calavera, criollo afrancesado y caraqueñito refunfuñón.
A medida que avanzaban los guerreros por las estrechas calles de la capital, se empezaron a escuchar estruendosos repiques de campanas y fuego de artillería, que le recordaron a Bolívar los primeros encuentros escenificados en la Nueva Granada, semanas después de él haber llegado de Curazao, donde ya había organizado un grupo de neogranadinos y venezolanos para la lucha que iba a emprender.
En Cartagena Bolívar fue enrolado por órdenes del gobernador Torices en la milicia de la provincia, y desobedeciendo a un superior, se atrevió a irrumpir con doscientos hombres en diciembre de 1812 contra la posición enemiga de Tenerife, con la mente puesta en expulsar de allí a los temidos españoles del Alto Magdalena.
A medida que avanzaba por las calles de Caracas, iba recordando estos difíciles momentos que le abrieron el camino de la lucha por una causa noble y leal: ¡la libertad!
De pronto se dio cuenta que estaba entre toda la muchedumbre, y a medida que iba cabalgando con su séquito, la emoción se desbordó al escuchar los melodiosos acordes de la música marcial que tocaban las bandas de guerra, y los repiques de las campanas de la catedral y las iglesias.

lunes, 11 de enero de 2010

El joven era despertado por este continuo jolgorio de tilines

El comienzo del alba en esta bulliciosa y hermosa ciudad, era seguido por los repiques estruendosos de campanas en iglesias y catedrales llamando desde muy temprano a los feligreses, para iniciar la oración del día.
El joven era despertado por este continuo jolgorio de tilines, y después de bañarse, vestirse y tomar un frugal desayuno, encaminaba sus pasos a la calle de Atocha donde lo esperaba el marqués de Ustáriz para instruirlo en diferentes materias de ciencia y filosofía.
Estas clases las recibía los lunes, miércoles y viernes, pues los días intermedios los ocupaba en estudiar matemática, geografía e idiomas.
Los sábados y los domingos los destinaba a pasear con su tío Esteban por los alrededores de la ciudad.
Cuando decidían ir al palacio de Aranjuez, don Esteban pacientemente le explicaba a su sobrino lo relacionado con esa altiva mansión de los reyes.
La alegría de Bolívar se desbordaba cuando su tío iba narrándole la interesante historia de ese sitio. Lo escuchaba en silencio mientras caminaban hasta la casita del labrador, donde contemplaban con emoción la belleza de las flores y la sombra abrumadora de arces, nogales y tilos. Luego cuando volvían a entrar a las galerías interiores del palacio, hacían alto en cada esquina para detallar las cosas bellas de sus majestuosos vestíbulos.
Un domingo Bolívar tuvo oportunidad de conocer el comedor de gala y la sala de guardia de la Reina, donde su tío Esteban con paciencia le narró el sinfín de cosas que rodeaban el lugar; después salieron a solazarse en los hermosos y aromáticos jardines, donde se sentaron cerca de la fuente del niño de la espina a descansar. Cayendo la tarde decidieron ir hasta la fuente de Hércules, donde contemplaron las hermosas ninfas de mármol mostrando sus provocativas y eróticas poses.
Cuando llegó el verano y le dieron a Bolívar vacaciones, sintió un deseo incontenible de salir a divertirse.
Con la compañía de varios amigos se iba en las noches a los cafetines o a bailar en las tabernas.
Conoció infinidad de tascas y fondas donde ejecutan los bailes al aire libre. En ellas vivió el verdadero baile andaluz, donde hermosas mujeres de resplandecientes ojos contorneaban sus cuerpos al compás de guitarras, panderetas y bandurrias.
Simón y sus amigos seguían el ritmo de la música, siempre acompañada con pícaras frases de amor. Aplaudían emocionados y vociferaban pequeñas estrofas que le enseñaban los gitanos.

Una noche en una tasca presentaron un espectáculo al aire libre, donde un grupo de aragoneses bailaron la jota, danza popular de origen moro.
La alegría reinaba en la tasca y esto terminó de emocionar a los jóvenes cuando entraron al lugar.
El regocijo de hermosas bailarinas luciendo atractivos trajes, y sus gracejos y picardías, alegró a Bolívar en aquella opulenta recepción, que iba a presentar esa noche un grupo musical, donde algunos ya estaban afinando sus instrumentos produciendo en el ambiente desordenados y estridentes sonidos.
Del otro lado los cantantes entonaban sus gargantas ordenando guturalmente la escala musical.
Bolívar lo observaba todo con emoción y ésta se hizo más intensa, cuando las jóvenes comenzaron a sonar sus castañuelas.
En la parte exterior de la tasca donde realizarían el espectáculo, cada cual estaba pendiente de tomar el mejor lugar para observar con detalle la actuación.
-¡Os apetece un vino o un fino clarete! - Escuchó Simón detrás de su espalda.
-¡Manolo! - Respondió sorprendido el venezolano.
En la posta de caballos había conocido Bolívar este joven cuando llegó a Madrid.
-¡Hombre! - Le espetó Manolo - a lo mejor vas a tener agradables sorpresas esta noche.
Bolívar reía por las jocosas palabras que decía su amigo, y animándolo a entrar le dijo:
-pidamos el mejor vino de la tasca, pues esta noche quiero divertirme.
Tomaron asiento cerca del patio donde iban a presentar el espectáculo.
Camilo, el más viejo de los meseros, lucía un típico traje andaluz y Bolívar lo llamó para pedirle el mejor vino de la región.
Después de saludarlo, pues ya se conocían, aceptó la sugerencia sobre un tinto de Rioja.
Cuando Camilo terminó de descorchar la botella y servir el vino, se perdió por entre el grupo de mozos y mozas que estaban en el patio de la taberna.
De pronto escucharon en el ambiente un canto embrujador, que comenzó con un fino estribillo que hablaba de los coquetos ojos de las morenas, mientras se escuchaba el suave rasgueado de las guitarras y el estridente sonido de mandolinas y bandurrias acompañando la canción.
La algarabía de la gente se hizo sentir con aplausos y chiflidos, emocionando a los músicos, quienes alegres hicieron hablar de nuevo sus instrumentos, produciendo hermosas notas musicales que acompañaban el suave eco de las castañuelas.
¡Noche placentera llena de emoción! Surgía a cada instante.
Las coquetas miradas de las voluptuosas bailarinas produjo desbocada palpitación en el pecho de muchos, quienes emocionados regalaban un beso que quedaba atrapado en algún corazón.
Bolívar suspiró al ver las damas rondándole su entorno. Sintió el encanto femenino, sobre todo el de una muy particular, que coqueteaba con él, como los hermosos resplandores de la luna de esa noche.
La canción que esta morena cantaba llena de salerosas palabras de incitación al amor, hizo feliz al joven, quien totalmente desinhibido empezó a guiñar sus ojos con discretas señas de emoción.
La danza de la pasión continuó en un apartado jardín de la tasca, y de allí volaron como coquetas mariposas buscando el ansiado y caluroso nido de amor.