viernes, 22 de enero de 2010

La hija menor de Evaristo Rivera

La hija menor de Evaristo Rivera, cuando un día decidió abrir el baúl de su padre, que recelosamente había guardado encima del escaparate de su habitación, quedó sorprendida cuando halló en él, envuelto en manta de cuero y sujetado con una cinta desteñida por el tiempo, un fajo de hojas de papiro, donde se veía que algo escrito había en ellas.
Esa noche al calor de la chimenea que su esposo había encendido cuando el sol se ocultó, Matilde rememorando sus antepasados y aquellos momentos felices que vivió en su niñez en una apartada aldea de Mucuchies, observó con detenimiento la fotografía de su papá, su mamá, su hermano mayor y la de ella, cuando tan sólo tenía tres años de edad, posando debajo del aromático durazno, rodeado de llamativas hortensias blancas, que había en el patio de la casa.
Abstraída mirando aquella hermosa e inolvidable escena familiar, cuyo marco, base y foto resaltaban una pátina verde y oscurecida por la inclemencia del tiempo, llamó emocionada a Jaime Alberto, su esposo, y a sus dos pequeñas hijas, para leerles lo que su padre le había dejado cuando murió.
Matilde suspiró y mirando de nuevo la fotografía a la vez que tomaba una de las narraciones, comenzó a leer, observando la cara de sorpresa de su esposo y la admiración de sus hijas:

- ¡María Rosario Nava! – Palabras que pronunció enfáticamente; luego levantándose de la silla y carraspeando dos veces como si estuviera afinando su garganta, inició la lectura.
- Estaban convocando a jóvenes y adultos para que se alistaran en el ejército patriota que comandaba el coronel Simón Bolívar.
Corría el año 1813 y, los pobladores de la serrana ciudad de Mérida, estaban convulsionados y sorprendidos por los últimos acontecimientos que estaban sucediendo en el país.
Cerca de la plaza de Milla bordeando la calle La Barranca, en una humilde pero pulcra y aseada casa, vivían María Rosario Nava y su hijo Carlos Enrique.
Enrique Gonzáles, el amor fugaz que fortuitamente conoció María Rosario, había llegado a Mérida procedente de España, en los albores de 1796, con cantidad de sueños en su talego y maletín, y el corazón y el alma pletóricos de emoción para emprender un digno trabajo; y así fue, pues a las semanas de haber llegado a esta hermosa y plácida ciudad, Enrique negoció una casa cerca del solar de los piscos, por los alrededores de Belén, donde abrió una bodega que a los meses ofrecía a los merideños, pan caliente, melindres y rosquillas dulces salteadas con papelón y limón, que él mismo elaboraba con mística y amor.
A medida que pasaron los meses, el sitio fue tomando auge, por los suculentos dulces y pasteles que Enrique elaboraba.
Desde tempranas horas del día los alrededores de la bodega eran invadidos por los gratos aromas que salían del horno, cuando el pan empezaba a madurar.
De almendras, aceitunas, avellanas y nueces, con uvas pasas azucaradas, adornaban desde las primeras horas del día las estanterías de la bodega, y cuando la media mañana llegaba, estas delicias desaparecían, para aparecer sorpresivamente en los cotidianos desayunos de los merideños, y satisfacerles el paladar.
En la tarde llegaban otros aromas, distintos y penetrantes, pues Enrique hacia pan de jamón serrano con clavos de olor y pequeñas astillas de canela, que enloquecía a los parroquianos.
La bodega se convirtió con el tiempo en una pequeña panadería, donde acudían los lugareños mañana y tarde a buscar el pan del español “quique”, como lo empezaron a llamar.
Una tarde “quique” conoció a María Rosario, que curiosamente había ido a su bodega, pues escuchó por una vecina que el pan elaborado allí, era una delicia al paladar.
Los dos se enamoraron ese día, y a las semanas, el cura Fuenmayor, párroco de la capilla El Humilladero a la salida de la ciudad, vía páramo de Mucuchies, les daba la bendición matrimonial.
De aquel apasionado amor nació un robusto varón que bautizaron con el nombre de Carlos Enrique, pero que no llegó a conocer a su padre, pues éste murió repentinamente de una extraña enfermedad.
La nueva casa que compró la viuda Gonzáles pues la de Belén con la panadería la vendió, tenía un pequeño balcón por donde se divisaban el río Albarregas y la imponente y pletórica montaña de la india durmiente, como le decían.
Debajo del balcón relucía un pequeño jardín de claveles, hortensias y clavirrosos imperiales de múltiples colores, que María cuidaba con esmero y devoción, y cosa curiosa, cuando las regaba en las mañanas, les cantaba y les decía que brillaran de esplendor.
Hacia la calle después de un largo y estrecho pasillo, estaba la puerta principal, guarnecida por dos hileras de trancas y un pesado y oxidado candado, que poco lo utilizaban para cerrarla.
La mayor parte del tiempo María Rosario lo pasaba en la sala cociendo, planchando y arreglando ropa que le llevaban los vecinos, pues de eso, y de lo que le había quedado de la venta de los bienes que le dejó “quique”, vivían.

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