sábado, 5 de febrero de 2011

Continuación

-¡La política! Menos mal que oportunamente la abandoné y pude trabajar los últimos años con mi padre, captando de él esos valores morales y espirituales que en el mundo político son difíciles que entren al corazón y a los recónditos más profundos de la conciencia humana.
De pronto los pensamientos de Benigno María se ausentaron de su mente, cuando un sorpresivo rayo seguido por un continuo trueno, hicieron tambalear las lámparas de su cuarto y el entablado de madera del piso, de donde salieron apresuradas infinidad de polillas, chiripas y arañas.
Los grillos también aparecieron desconcertados saltando con rapidez y luego los bachacos y las hormigas, y al rato empezó ha moverse la casa, mientras todos gritaban angustiados que estaba temblando.
La tía Socorro gritó que se fueran al solar, y llevando entre los brazos un cuadro de Jesús y los escapularios de la Virgen de los Santos Remedios, balbuceaba temblorosa oraciones y pedimentos a los ángeles del cielo, para que la tierra dejara de rugir, y todos arrodillados hicieron lo mismo, hasta que cesó aquel brusco movimiento y un silencio total acompañado con olor a tierra, se adueñaron del lugar, como una nube misteriosa.
Amanecieron en el solar cerca de los árboles; se protegieron con mantas de lana y encendieron leños, chamizos y hojas secas para mitigar el frío que hacía esas primeras horas de la mañana.
Cuando salió el sol se fueron a la casa atraídos por el aroma del café, los filetes de lechón y los bollos de maíz. Todo esto lo había hecho y servido la Nana, como ellos llamaban a la criada, mujer trabajadora de profundos sentimientos de amor, que los quería como si fuesen sus hijos.
Cuando terminaron de desayunar, se trasladaron hasta el patio, y la tía Socorro sacando del bolsillo de su camisón un rosario y los escapularios de Jesús Redentor, inició sus acostumbradas plegarias rogando de nuevo para que el alma de don Remigio entrara a los reinos de los cielos.
Los sollozos llegaron de nuevo, y un ambiente de tristeza volvió a rondar los corazones de los Hernández, sobre todo el de Benigno María, quien fue el que acompañó a su padre los últimos años de la vida después que su mamá murió.
Recordó de nuevo cuando decidió retirarse de la política y retornó a su hogar, trabajando con su padre que tenía un modesto rebaño de vacas, cuyo preciado producto lo convertían en queso, cuajada y mantequilla, que vendían todas las semanas en el mercado de Valera.
La hermana de Benigno que enviudó a muy temprana edad, y que vivía en un convento en Trujillo, repetía el santo rosario para que su padre entrara al Reino de Dios.
José Gregorio el otro hermano de Benigno, con las manos entrelazadas y los ojos cerrados, seguía las plegarias que su hermana musitaba con profundo dolor en su alma y corazón.
María de Jesús, la monjita consentida como la llamaba don Remigio, no había podido asistir a las exequias de su padre, por encontrarse en el retirado convento de las Clarisas en Mérida. Cuando supo la noticia, era demasiado tarde.
María Luisa, otra de las hermanas Hernández, estaba en la sala mirando con detenimiento un llamativo óleo, donde aparecía su mamá Lorenza Ana entregándole un lirio a don Remigio en el patio de la casa el día que se casaron.
Cuando llegó la media mañana con su acostumbrada primavera de color, los Hernández se trasladaron hasta el cementerio llevando claveles, azucenas, rosas y lirios rojos, que tanto les gustaba a sus progenitores, y en profunda meditación cada uno de ellos elevó una plegaria al cielo, por el eterno descanso de quienes fueron en este plano terrenal, sus amados, fieles e inolvidables padres.
Cuando la tarde abrió la puerta para que la noche entrara y debutara con su manto de luceros y estrellas, los Hernández más sosegados asistieron a la iglesia, donde el cura del pueblo ofició una santa misa por el eterno descanso de don Remigio Hernández; aprovechó la ocasión para pedir al Todo Poderoso la bendición y protección para todos, y que no moviera más la tierra.
Algunos de los que asistieron a la santa misa, se miraron sorprendidos, por esta ocurrencia del cura sobre el movimiento de la tierra.
Los días siguientes volaron como el viento, y después de la última novena, Benigno les comunicó a sus hermanos que el licenciado Febres Cordero, lejano primo de su padre y encargado de ordenar los libros contables de las actividades comerciales, le había notificado que necesitaba reunirse con el resto de la familia, para ponerlos al tanto de los negocios y propiedades que don Remigio había dejado.
La tarde que se reunieron en la oficina del licenciado, los Hernández se enteraron de todos los bienes que heredarían.
La casa paterna donde nacieron y crecieron la iban a dejar al cuidado de la criada y del hermano mayor de ella, que trabajaba como jardinero y conductor de los coches de la familia, al igual que la hija de una hermana de la Nana, que desde muy temprana edad la llevaron a ese hogar, donde la gente comentaba que en la casa de los Hernández se respiraba un aire de religiosidad como en ningún otro hogar de Boconó.
Las dos casas de Valera decidieron venderlas al mejor postor. Todos firmaron los documentos autorizando pleno poder al abogado.
Cuando los Hernández se trasladaron hasta la casa paterna, la Nana les tenía de sorpresa una cena, y de postre, los inolvidables y exquisitos buñuelos de yuca bañados en miel de papelón con queso.
Esa fue la última vez que cenaron en la casa que los vio nacer, pues al otro día temprano en la mañana, cada uno se dirigió a sus respectivos hogares prometiendo reunirse para las festividades religiosas de diciembre.
Benigno María con el vacío que dejaron sus hermanos cuando se marcharon, le comunicó a la Nana la decisión que tomaron en la oficina del licenciado, para que ella se encargara junto con su hijo y su sobrina, de proteger y darle vida a la casa que los vio crecer.
La Nana miraba a Benigno de soslayo y le decía que ella era una madre para él, y que el día que se fuera, su corazón se partiría en dos.
-¡No Nana! No diga esas cosas, que suficiente tristeza hemos tenido las últimas semanas; usted es una mujer fuerte, fiel y decidida.
La Nana sonriendo, cosa que siempre hacía, le dio a Benigno unas palmadas cariñosas en el hombro, y le dijo que le iba ha preparar un consomé de gallina.
Benigno se quedó observándola y cuando desapareció del comedor, se paró y miró a través de la ventana, percatándose que la lechuza no se encontraba en su acostumbrado ramaje del árbol.
Diciéndole a la Nana que ya venía, se fue corriendo hasta el roble, percatándose en el acto que el ave se encontraba en la copa del árbol, cosa rara en ella, pues nunca subía a las ramas altas porque siempre permanecía en las más bajas, como una estatua, la mayor parte del día y de la noche; Benigno empezó a emitir un chirrido gutural parecido al de ella, para ver si bajaba, pero la lechuza permanecía incólume y abstraída en las alturas del frondoso roble.