lunes, 10 de mayo de 2010

वलेरोसो Soldados

Cuando el mágico y ensoñador rito del amor llegaron a su final, Simón se vistió rápidamente y desapareció por los oscuros pasillos de la mansión.
Abajo en la puerta principal lo esperaba su fiel mayordomo José Palacios, quien lo acompañó con sus dos mastines hasta la casa del marqués de Torre Tagle, donde iba a descansar.
El mayordomo del general Simón Bolívar era un bonachón hombre. Su sangre estaba mezclada con tres razas: española, negra e india.
Su mirada tenía dos horizontes. Una servicial y bondadosa, que era con la que más convivía, sobre todo con su inseparable amo; la otra aparecía fuerte y desgarradora cuando lo hacían enfurecer.
De ojos azules como el color del mar y de cabello rojizo como los erizos, era el único que conocía los secretos del general Bolívar, guardándolos con digna fidelidad.
Bolívar algunas veces le decía que se parecía a un gladiador romano, por la altura y lo fornido que era, pero en realidad José era sencillo y tranquilo como un niño, siempre y cuando no lo irritaran.
Mantenía dos responsabilidades muy bien guardadas en su noble corazón, una era servirle a don Simón y cuidarlo, como se lo prometió frente a un crucifijo a doña María Concepción; la otra era atender dos hermosos y fuertes mastines, guardianes del general.
De aquella promesa que otrora le hiciera a la madre de Simón, siempre la mantuvo y la ejecutó al pie de la letra durante muchos días, meses y años; seguía tan fiel como aquel primer día.
José Palacios no sabía leer ni escribir, pero mucho debe haber aprendido de Bolívar pues en algunas ocasiones, él se encargaba de llevarle a su Excelencia la correspondencia militar, que ordenaba y colocaba en su lugar como un diestro secretario.
Esa noche cuando el general Simón Bolívar bajó de la mansión de la hermosa limeña, saludó a José que lo estaba esperando en la puerta, quien lo acompañó hasta la casa del marqués de Torre Tagle.
En el recorrido hacia el lugar, Bolívar pensaba en el amor de Manuela; pensaba en su pasión y en su cándida relación y cuando estaba entregado a este hermoso recuerdo, José Palacios lo interrumpió para entregarle un mensaje que le había traído el correo militar.
Cuando el general se trasladó a su habitación, se recostó en la cama, y abriendo apresuradamente uno de los bordes del sobre, extrajo de él un hermoso y oloroso papel a verbena silvestre, dibujado con varios corazones róseos y unos sutiles y voluptuosos labios, donde comenzaba un escrito que decía:
Quito, Ecuador. 2 de Septiembre del año 1823.
S.E. General Simón Bolívar.
Mi amado Simón, no he recibido noticias de usted, lo que ha hecho de mis pesares un desbocado tormento.
En la soledad de las noches pienso cómo la estarás pasando en esa tierra llena de víboras y fieras, donde apoyan más a los españoles que a los que defendemos de corazón la libertad.
No son todos mi amor, pero cuídate, pues son pocos los que te acompañaran en la lucha por la verdadera justicia social.
Aprovecho para decirte que los días y los meses que pasé a tu lado, aprendí a quererte como nunca antes lo había experimentado mi corazón.
¿Te acuerdas que hice de secretaria, escribiente y espía?
Fueron muchos los momentos que te alerté sobre lo de cuidarte de algunos, pues podían perjudicar tu delicada empresa de unificar las naciones liberadas.
Te digo algo mi señor para que te acuerdes de Manuela aquí y en el más allá: ten cuidado con Francisco de Paula Santander, pues él no quiere ayudar al Perú e indirectamente no te quiere ayudar a ti. Lo de él es su país y no desea comprometerse y complicarse con los problemas de otras tierras. ¡Siempre te he venido alertando sobre Santander! Pero Simón, mi adorado Simón, a la final qué nos importa todo esto. Yo sólo quiero tenerte a mi lado.
Mi corazón. Mi alma y todo mi ser, los guardo para ti. Sólo para ti, por encima de lo que venga.
Usted llegó y trajo a mi alma atormentada, felicidad, felicidad y mucho amor. Por eso soy tuya siempre.
Manuela.
Bolívar quedó sorprendido cuando terminó de leer la carta de Manuela e inmediatamente tomando pluma y papel, se dirigió a ella en los siguientes términos:
Lima. Perú, 23 de Septiembre del año 1823.
Mi adorada Manuelita.
No creas que te he olvidado. Lo que ha pasado es que mil problemas han surgido en esta difícil empresa.
No sé si tienes razón cuando juzgas a Santander, pero orgulloso me siento de seguir combatiendo al fantasma de la opresión, y no daré descanso a mi ímpetu de lucha, hasta no ver liberado el Perú de tan cruel situación en la que todos viven.
Sé que piensas en mí como yo en ti, pues tú eres la más deliciosa y exquisita flor. No se ha marchitado el amor Manuelita, todavía sigue vivo y fresco como la primera noche cuando nos conocimos.
Recuerdo siempre los momentos que pasamos en la hacienda Catahuango y luego allá en el cálido Garzal, donde bebimos y nos emborrachamos con el inolvidable vino y las burbujas del amor.
Te digo algo mi adorada, mantente prudente con lo que dices, pues algunas veces las paredes oyen. Recuerda, vives en una ciudad donde existen múltiples prejuicios y añejadas costumbres que te pueden envenenar tu dulce existencia. Ten paciencia y veras, que la causa por la cual luchamos es el más excelso tributo que le podemos regalar a los hermanos americanos.
Te notifico algo finalizando ésta: ¡Te quiero tener a mi lado! Quiero que vengas para que me ayudes así como lo hiciste allá en el Ecuador. ¡Quiero besar esos labios!
Siempre con todo mi amor, te recuerdo a cada instante y te espero para amarte.
Bolívar.
El general dobló cuidadosamente la carta, la introdujo en un sobre y le selló los lados con pegamento rojo. Luego bajó hasta las habitaciones de la planta baja y llamó a José, para que enviaran la correspondencia a Quito, con el correo militar.
Pocas horas durmió Simón.
Muy temprano al otro día sin haber salido el sol con su sonrisa de siempre, Bolívar se vistió y bajó hasta el salón principal, donde lo recibió uno de los mayordomos del marqués ofreciéndole chocolate, guarapo de papelón o café recién tostado.
Sentado, el general se saboreaba el cremoso cacao que decidió tomar, sin dejar de pensar en la madeja de conflictos que lo rodeaban.
Recordó las palabras de Manuela y ansioso se ponía, parándose, asomándose en la ventana y volviéndose a sentar.

Cuando la media mañana por fin apareció con su sonrisa placentera llena de luz, pues el día había amanecido nublado, llegaron al salón varios edecanes. Luego hizo acto de presencia el presidente de la república, escuchándose en el recinto murmullos y saludos con cierta desesperanza, luego se oyeron órdenes de los jefes del protocolo, planificando las labores del día.
Desayunaron en un ambiente alegre pero con una moderada tensión.
Degustaron sopa de papa, huevos revueltos, fritadas de cochino, panecillos de cebada, café y jugo de naranja de Cerro Azul, lugar hermoso, placentero y de inigualable clima estival.
Cuando terminaron de desayunar, la comitiva se dirigió al salón principal, para empezar a elaborar un plan que atacara de inmediato la difícil crisis que se estaba viviendo.
Ese día en la tarde después de haber estado trabajando durante varias horas, el general Bolívar se retiró hasta el jardín de la casa, y sentado debajo de las ramas de un frondoso roble, en amplio banquillo de madera, empezó ha sentir una extraña languidez como nunca antes la había sentido.
El marqués viéndolo en ese estado anormal, se acercó, para preguntarle qué le pasaba.
Bolívar le contestó que estaba bien y que no se preocupara.
En la noche cuando Bolívar estaba disfrutando un delicioso vino, le comentó al marqués que deseaba alejarse de Lima. Quería ir a un lugar más tranquilo, para poder estudiar y analizar el plan que tenía en mente.
-¡Yo sabía que no te sentías a gusto!- Le espetó el marqués, luego le dijo con sonrisa de ánimo: - No te preocupes, mañana solucionaremos este leve inconveniente.
Al otro día temprano en la mañana partieron hacia Magdalena, bella y hermosa aldea localizada cerca del mar.

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